Maternidad espiritual

Aprendí a ser una "mamá" para otros, aunque yo no tuve hijos propios.

Dandi Daley Mackall

Aquel era el día más temido del año. ‘Quizás sea mejor que no vaya a la iglesia y permanezca en casa acostada fingiendo que es un día ordinario’, pensé. Sin embargo, mi marido y yo fuimos a la iglesia. Una vez sentada en la parte de atrás, en lugar de en mi banco de costumbre, eché una mirada alrededor a las otras mujeres que parecían brillar esta mañana. Ellas llevaban ramilletes en sus vestidos. Yo abroché mi impermeable, agradecida por la llovizna matinal que me dio una excusa para esconder mi vestido sin ramillete. ‘Con tal que nadie diga algo’, pensé, ‘estaré bien’.

La música empezó con Bach. Yo estudié mi boletín, y casi creí que lo haría a través de todo el servicio, hasta que el pastor tomó el micrófono y dijo a la congregación de orgullosas mamás: «¡Feliz Día de la Madre!».

Durante siete años yo había querido hijos, había orado por hijos, pero mi útero no retenía a un niño. El Día de la Madre marcaba mis años sin hijos, subrayando mi fracaso en llegar a ser mamá. Mi marido intentaba ayudar dándome un ramillete u ofreciéndose para quedarse conmigo en casa. Pero al final nos quedamos sin ideas de cómo sobrevivir a aquel día.

En la iglesia, cuando a todas las madres se les pidió estar de pie para orar por ellas, mi dolor llegó a un punto crítico. Yo conocía a algunas de ellas que, estando allí de pie, nunca desearon ser madres. Otras con frecuencia se quejaban del agobio de la maternidad. Sin embargo ellas estaban de pie, y yo sentada. Esa era la herida del Día de la Madre.

Un camino de sanidad

Fue una semana después de un Día de la Madre particularmente duro, cuando empecé a ver un camino a través de mis dolores. Yo había estado asistiendo a una iglesia en un barrio de Chicago donde atendía una pequeña escuela dominical de adolescentes. Una muchacha, Tania, pertenecía a una pandilla y a menudo me ocasionaba problemas. Ese domingo, yo había ocupado la mitad del tiempo en clase intentando que ella dejara de incomodar a los demás.

Tania abandonó el lugar. Pero, mientras escapaba por la puerta trasera, me espetó por encima de su hombro: «¡Te veré pronto, mamy!». Luego se rió. Pero antes de que saliera, capté su mirada. Ella quiso decir lo que dijo. De alguna manera, yo era como una madre para esa chica ruda a quien le gustaba actuar en forma tan agresiva.

Ese domingo, Dios me dio una vislumbre de un llamamiento extraordinario: Él podría darme hijos espirituales. ¡Yo podría servir como una madre a muchos que necesitaban el amor que yo tenía para dar!

Empecé activamente orando por los niños que necesitaban a alguien que fuese como una madre para ellos. Tan pronto como abrí mi corazón, mi mente empezó a llenarse de posibilidades. Había un muchacho en mi clase que necesitaba a alguien con quien hablar. Él pensaba que ya era capaz de tener novia, pero sus padres no se lo permitían. Todos sus amigos tenían novias. Yo no le dije algo que sus padres ya no le hubiesen dicho, pero ayudó que él lo hubiese oído de alguien más.

Otra jovencita, Rosa, sólo vino dos veces a la escuela dominical. Pero Dios me instó a que orara por ella «como una madre» largo tiempo después que se fue. Muchas mañanas al despertar, Rosa era la primera imagen en mi mente. Oré para que Dios se revelara a ella, y que ella escuchara. Le pedí a Dios que le diera un amigo cristiano, un compañero para ayudarle a decir ‘no’ a las tentaciones. Oré por su trabajo escolar, por sus profesores y por sus padres.

Cuando empecé a experimentar la maternidad espiritual con los niños, oré a Dios que me diese amor incondicional para ellos. Pronto comprendí que decirles a mis niños que yo los amaba no era suficiente. Tenía que demostrarlo. Así que los llevé al zoológico. Las tardes del domingo jugamos al softball en el parque. Una chica empezó a aparecer antes de las reuniones de oración los miércoles en la noche pidiendo ayuda con sus tareas de matemática. A veces Tania dejaba de venir a mi clase. Cada vez, yo iba a buscarla a su casa o al colegio. Y ella siempre se asombraba de que yo quisiera traerla de regreso.

Yo no era la única que servía como madre en esa iglesia. Logré conocer a Karen, que estudiaba de noche en la universidad. A pesar de su atareada agenda, ella aún se daba tiempo para velar por Juanita, una niña de trece años que vivía con una abuela y once hermanos. Karen se aseguraba que la niña fuera a la escuela y cumpliera con sus tareas.

Aproximadamente en el mismo tiempo, la madre de Karen tomó a una chica de diez años bajo su tutela, le compraba los útiles escolares y le hablaba regularmente sobre las Escrituras. Otra mujer en la iglesia compró anteojos para un muchacho cuya madre no tenía dinero para llevarlo a un consultorio oftalmológico.

Las madres son hacendosas, atienden desinteresadamente actividades prácticas de la iglesia o de la escuela, ayudan con las tareas, cuidan bebés o dan hospedaje a quien necesita un lugar para quedarse.

Erin y su marido no tienen hijos propios, pero su casa es el lugar donde los jóvenes traen a sus amigos cuando quieren mostrarles una pareja cristiana, cuando quieren oír el evangelio o cuando necesitan que alguien los escuche.

En mi propia iglesia, el joven pastor y su esposa no tienen hijos, pero ellos son como padres para decenas de niños. Ellos tienen un don de Dios para amar y relacionarse con los adolescentes, algunos de los cuales apenas hablan con sus propios padres. Un adolescente dice: «Cuando ellos me preguntan cómo estoy actuando, es porque realmente quieren saberlo. La mayoría de las personas sólo quieren que tú digas Bien. Yo siento que a ellos sí les preocupa cómo estoy obrando. Así que se los digo».

En algunos casos, nosotros podemos ver el efecto que causamos en la vida de otros. Pero en otros, nunca entenderemos el impacto poderoso que podemos tener sobre alguien siendo como una madre para él.

Ese es el caso de Margaret, una viuda que mostró amor incondicional por su vecino, Steven, de ocho años de edad, uno de los niños menos amables del vecindario. Él y su madre habían vivido en una comunidad por más de un año. Steven nunca conoció a su padre. A veces Steven respondía al amor de Margaret, viniendo voluntariamente a rastrillar las hojas o a traerle el diario de la mañana. Otros días, él se burlaba de «la vieja» a sus espaldas. Pero cada día, Margaret le mostraba que se alegraba de verlo, le recortaba artículos del diario para sus tareas escolares, cosas que ella sabía le interesaban a él. Una noche, Margaret invitó a Steven y su madre a cenar, y allí oró por ambos.

Cuando Steven y su madre se fueron de la ciudad, Margaret se afligió, pero ella supo que había jugado un papel importante en la vida de Steven. Trató de mantener la relación a través de tarjetas y cartas, pero finalmente perdió contacto con ellos. Hasta hoy, ella no ha dejado de orar por Steven y su madre.

Como Steven, Peg es una mujer que, siendo una joven rebelde, recibió el beneficio de una mamá espiritual. Ahora a los sesenta y tantos, Peg resplandece cuando evoca a la señora Kowaski. «Ella vivía sola en la vivienda contigua», dice. «Su casa fue un segundo hogar para los niños del barrio. Nosotros no íbamos allí por las historias de la Biblia que nos contaba, sino por las galletas. Pero la conocimos y confiamos en ella como una madre. Yo creo que Dios usó sus oraciones para traerme a Cristo. Yo hice un camino largo, a través del alcohol, y retorné. Ella murió antes de que yo regresara, pero un día hablaré acerca de ella en el cielo».

Ocupándose con los hijos espirituales

La maternidad espiritual no tiene que estar limitada a niños pequeños. Por ejemplo, una amiga mía de la universidad era conocida como ‘Mamy’ por cuatro estudiantes de segundo grado. Sólo dos años mayor que ellos, ella había sido un instrumento para llevarlos a Cristo. Ella los nutrió y fue su madre espiritual. La edad no debe ser un factor limitante en la maternidad espiritual.

Otra amiga, Janice, habla acerca del tiempo cuando ella necesitó una madre. Su marido la dejó con tres niños pequeños y sin dinero. Ella no podía pagar el arriendo y no sabía adónde ir. Entonces apareció su tía, actuando como una madre para ella. «La tía Ruth, que vivía a unas millas de mí, me acogió con los tres niños», dice Janice. «Ella me escuchó, pero nunca preguntó por las cosas de las cuales yo no quería hablar».

No puedo mencionar a una sola persona que se destaque por haber sido una madre sustituta para mí, pero varias mujeres me dieron cuidado desinteresado siempre que yo lo necesité. Durante una de las etapas más duras de vida, mi amiga Laurie me cuidó todos los días y simplemente hizo cualquier cosa que ella estimó necesario hacer – el lavado, trabajar en mi automóvil, comprar los comestibles. Ella venía para asegurarse que yo estaba comiendo bien. Otras mujeres han estado junto a mí en el tiempo preciso, con la palabra oportuna de consejo o estímulo.

Cuando anhelamos hijos durante largo tiempo, pero no los tenemos, un profundo vacío puede desarrollarse en nosotras. Yo creo que es Dios quien nos da el deseo de tener hijos, el deseo de la maternidad. ¿De dónde más podríamos anhelar servir, amar incondicionalmente, dar cuidado desinteresado?

Puesto que Dios nos dio el anhelo, sólo él puede cumplirlo. Dios eventualmente puede darte hijos biológicos. Eso depende de él. Pero ahora mismo, en este minuto, nosotros podemos permitirle llenar ese vacío con hijos espirituales. Podemos responder al llamado de Dios a la maternidad espiritual, un rol poderoso y satisfactorio en sí mismo.

En este Día de la Madre yo me regocijaré, como lo he hecho por varios años, con mis dos hijas adoptadas y mi hijo adoptivo. Ahora soy legalmente una de las mamás que se ponen en pie en la iglesia en el Día de Madre. Pero oro para que nunca me olvide del dolor de esos Días de la Madre pasados o del alto llamamiento que Dios me ha hecho.

El llamado para ser como una madre para otros no ha cesado porque ahora tenga hijos. Hay suficientes personas allí afuera que pueden requerir una madre espiritual. Tan grande como es el gozo de la maternidad, hay otro gozo que no debe perderse. Juan escribió: «No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos –los hijos espirituales– andan en la verdad» (3 Juan 4). ¡No te pierdas el gozo de la maternidad espiritual!

© 1997 Today’s Christian Woman Magazine.