D. L. Moody. Corazón de evangelista

Semblanza de D. L. Moody, tal vez el mayor evangelista de Estados Unidos.

«Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad...» (2ª Timoteo 2:24-25).

Las palabras de los anteriores versos describen bien el ministerio de D. L. Moody (como comúnmente se escribe su nombre). Moody fue un evangelista usado por Dios para ganar almas para su reino. Su mansa y suave disposición le permitió convencer a decenas de miles de personas que «se arrepientan para conocer la verdad» (2ª Ti. 2:25).

Dwight Moody, escogido por Dios para estar en medio del avivamiento de 1859-60 en los EE.UU., fue una vasija preparada para el uso del Maestro. Se dice que ganó a un millón de almas en los llamados evangelísticos de sus campañas por todas partes del mundo. Estableció tres instituciones de entrenamiento de ministros y para otros obreros cristianos. Hoy en día miles de libros ingleses llevan el sello de ‘Moody Press’, otro recuerdo de su influencia. El apellido Moody es muy conocido por la mayoría de los cristianos de habla inglesa. ¿Por qué? La respuesta está llena de desafío e inspiración para todos nosotros los que anhelamos ser siervos del Rey.

R. A. Torrey, sucesor de Moody como presidente del Moody Bible Institute, dio la respuesta a esta pregunta en un servicio memorial en 1923, veintitrés años después de la muerte del Sr. Moody. El título del discurso fue «Las razones por las que usó Dios a Dwight Moody». Destacó 7 puntos sobresalientes de las características más importantes de la vida de Moody. Pocos conocían a Moody tan íntimamente como Torrey le conoció.

A continuación transcribimos el sermón de Torrey, levemente editado:

1. Un hombre plenamente rendido

La primera cosa que explica porqué Dios usó a D. L. Moody tan poderosamente es que fue un hombre plenamente rendido. Cada gramo de sus ciento veintisiete kilos pertenecía a Dios. Cuanto era y cuanto poseía pertenecía totalmente a Dios. No pretendo insinuar que el señor Moody fuera perfecto; no lo era. Si lo intentara, supongo que podría señalar algunos defectos en su carácter. Por mi cercanía con él, pienso que conocí cuantos defectos había en su carácter mejor que nadie. Sin embargo, sé que pertenecía enteramente a Dios.

El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una charla acerca de algunas cosas acerca de las cuales diferíamos bastante, y el señor Moody me habló con suma bondad y franqueza diciendo en defensa de su punto de vista: «Torrey, si creyera que Dios quiere que salte fuera de esa ventana, lo haría». Y lo hubiera hecho. Si él pensaba que Dios le demandaba hacer cualquier cosa, la hacía. Pertenecía totalmente, sin reservas, sin condiciones, enteramente a Dios.

Enrique Varley, un amigo muy íntimo del señor Moody en los primeros años de su ministerio, solía relatar cómo una vez le había dicho al señor Moody: «Hay que ver lo que Dios hará con un hombre que se rinde plenamente a él». Cuando Varley dijo eso, el señor Moody le dijo: «Bueno yo seré ese hombre». Y por lo que a mí toca, no pienso que «hay que ver» lo que Dios hará con un hombre entregado por completo a él, pues ya ha sido visto en D. L. Moody. Si usted y yo habremos de ser usados en nuestra esfera como D. L. Moody lo fue en la suya, debemos poner cuanto tenemos y cuanto somos en las manos de Dios para que nos use como él quiere, nos envíe donde él quiere, y haga con nosotros lo que él quiere, cumpliendo por nuestra parte con todo aquello que Dios nos ordena. Hay miles y decenas de miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres y mujeres brillantes, altamente dotados, quienes hacen grandes sacrificios, quienes han puesto todo pecado consciente fuera de sus vidas. Sin embargo, se han detenido frente a las demandas de una rendición total a Dios, no alcanzando, por ende, la plenitud del poder. Pero el señor Moody no se detuvo frente a la entrega absoluta a Dios; fue un hombre plenamente rendido, y si usted y yo habremos de ser usados, usted y yo debemos ser hombres y mujeres plenamente rendidos.

2. Un hombre de oración

El segundo secreto del gran poder demostrado en la vida del señor Moody era que fue en el sentido más profundo y cabal un hombre de oración. A veces me dicen: «¿Sabe? Viajé muchos kilómetros para ver y oír a D. L. Moody y ciertamente era un predicador maravilloso». Sí, D. L. Moody ciertamente era un predicador maravilloso; el más maravilloso que yo haya oído, y era un gran privilegio oírle predicar como solamente él podía hacerlo; pero a causa de mi conocimiento íntimo de él, deseo testificar que fue mucho más un orante que un predicador. Vez tras vez se enfrentó con obstáculos aparentemente insuperables, pero siempre halló el camino para resolver cualquier problema. Él sabía y creía en lo más profundo de su alma que «nada es difícil para el Señor», y que la oración puede hacer cualquier cosa que Dios quiere hacer.

El señor Moody solía escribirme cuando estaba por emprender un trabajo nuevo, diciéndome: «Empezaré a trabajar en tal y tal lugar en tal y tal fecha; desearía que reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración»; y a menudo he tomado esas cartas y las he leído a los estudiantes en el salón de conferencias diciendo: «El señor Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración, primeramente por la bendición de Dios sobre nuestras propias almas y trabajo, y luego por la bendición de Dios sobre él y su trabajo». Con frecuencia nos reuníamos en el mencionado salón hasta altas horas de la noche; a veces hasta la una, las dos, las tres, las cuatro o aún las cinco de la madrugada, clamando a Dios, sólo porque el señor Moody nos instaba a esperar en Dios hasta recibir Su bendición. ¡Cuántos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y caracteres han sido transformados por esas noches de oración, y quienes han realizado cosas poderosas en muchos países gracias a esas noches de oración!

Una vez el señor Moody vino a mi casa en Northfield y me dijo: «Torrey, quiero que demos una vuelta juntos». Me metí en su carruaje y nos dirigimos hacia Lover’s Lane (El Paseo de los Enamorados), conversando acerca de algunas graves e inesperadas dificultades que habían aparecido referentes al trabajo en Northfield y Chicago y conectadas con otro trabajo muy apreciado por él. Cuando viajábamos, unos nubarrones precursores de tormenta cubrieron el cielo y repentinamente, mientras estábamos hablando, comenzó a llover. Él condujo el vehículo hacia un cobertizo cerca de la entrada a Lover’s Lane para proteger el caballo. Luego, puso las riendas sobre el guardabarros y dijo: «Torrey, ore»; enseguida oré lo mejor que pude mientras que en su corazón se unía a mí en oración. Y cuando quedé callado, él comenzó a orar. ¡Cómo quisiera que ustedes hubieran escuchado esa oración! Nunca la olvidaré, tan simple, tan llena de fe, tan precisa, tan directa y tan poderosa. Cuando la tormenta cesó, volvimos a la ciudad, y los obstáculos habían sido allanados; el trabajo en las escuelas y otro trabajo que corrían peligro siguieron mejor que nunca y han continuado hasta el presente. Mientras volvíamos, el señor Moody me dijo: «Torrey, dejemos que los demás hablen y critiquen; nosotros perseveraremos en el trabajo que Dios nos ha encomendado, dejando que él se encargue de las dificultades y conteste las críticas».

Sí, D. L. Moody creía en el Dios que contesta la oración, y no solamente creía en él en manera teórica sino también en manera práctica. Enfrentó cada dificultad en su camino con la oración. Todo lo que emprendió fue respaldado por la oración, y en todo dependía de Dios.

3. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia

La tercera razón de porqué Dios usó a D. L. Moody, es que fue un estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios. Hoy en día se dice a menudo que D. L. Moody no era estudiante. Deseo decir que era estudiante; en gran manera era un estudiante. No era un estudiante de psicología; tampoco de antropología, estoy bien seguro de que él no sabría ni el significado de esa palabra; no era un estudiante de biología ni de filosofía, ni aún era estudiante de teología en el sentido técnico; pero era un estudiante: un estudiante profundo y práctico del único Libro que merece ser estudiado más que todos los otros libros en el mundo: la Biblia. Cada día de su vida, y tengo razones para afirmarlo, se levantaba bien temprano para estudiar la Palabra de Dios, hasta el ocaso de su vida. El señor Moody acostumbraba a levantarse a eso de las cuatro de la madrugada para estudiar la Biblia. Él me decía: «Para lograr estudiar siquiera algo, tengo que levantarme antes que los demás»; y se encerraba en una habitación apartada de su casa a solas con su Dios y su Biblia.

Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar. Me había ofrecido tomar la superintendencia del Instituto Bíblico y ya había comenzado mi trabajo; yo estaba en camino hacia una ciudad del este para presidir en la Convención Internacional de los Obreros Cristianos. Me escribió diciendo: «Tan pronto como termine la Convención, venga a Northfield». Se enteró aproximadamente cuándo yo llegaba, y condujo su carruaje a South Vernon para esperarme. Esa noche reunió a todos los maestros de la Escuela de Monte Hermón y del Seminario de Northfield en su casa para verme y para intercambiar ideas respecto a los problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta altas horas de la noche y luego, idos ya los directores y los maestros de las escuelas, el señor Moody y yo conversamos un rato más acerca de los problemas. Era muy tarde cuando me acosté esa noche, pero cerca de las cinco de la mañana oí un golpecito en mi puerta. Después oí decir al señor Moody en voz baja: «Torrey, ¿estás levantado?». Casualmente ya estaba en pie; no es mi costumbre levantarme a esa hora, pero ya estaba levantado en esa mañana particular. Me dijo: «Quiero que vengas a un lugar conmigo», y fui con él. Luego me di cuenta de que él ya había estado una o dos horas en su cuarto estudiando la Palabra de Dios.

Oh, usted puede hablar y hablar sobre el poder; pero si deja de lado el único Libro que Dios le ha dado como instrumento a través del cual él imparte y ejercita Su poder, no lo tendrá. Puede leer muchos libros, asistir a muchas convenciones e ir a reuniones de oración para orar toda la noche por el poder del Espíritu Santo; pero a menos que persevere en una conexión constante y estrecha con el único Libro, la Biblia, usted no tendrá poder. Y si alguna vez lo consiguiera, no lo mantendrá sin un estudio diario, serio e intensivo de ese Libro. Noventa y nueve cristianos de cada cien están meramente jugando al estudio Bíblico y por lo tanto, noventa y nueve cristianos de cada cien son meramente debiluchos cuando debieran ser gigantes tanto en su vida cristiana como en su ministerio.

El señor Moody atrajo inmensas multitudes debido en gran parte a su conocimiento completo de la Biblia y su conocimiento práctico de la Biblia. Y ¿por qué ansiaban tanto oírle? Porque sabían que si bien no era perito en muchas de las corrientes filosóficas, creencias y novedades en boga, conocía muy bien el único Libro que este viejo mundo anhela conocer: la Biblia.

Oh, hermanos, si desean lograr un auditorio y hacerle algo de bien a ese auditorio una vez logrado, estudien, estudien, ESTUDIEN el único Libro, y prediquen, prediquen, PREDIQUEN el único Libro, y enseñen, enseñen, ENSEÑEN el único Libro, la Biblia, el único Libro que contiene la Palabra de Dios, el único Libro que tiene poder para reunir, mantener la atención y bendecir a las multitudes durante cualquier período de tiempo, por largo que sea.

4. Un hombre humilde

La cuarta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody constantemente, a través de tantos años, es porque era un hombre humilde. Pienso que D. L. Moody fue el hombre más humilde que conocí en toda mi vida. Al señor Moody le gustaba citar las palabras de alguien: «La fe consigue más; el amor trabaja más; pero la humildad conserva más». El mismo poseía la humildad que conservaba cuanto conseguía. Como ya he dicho, fue el hombre más humilde que conocí, o sea, el hombre más humilde considerando las cosas grandes realizadas por él y los elogios que se le tributaron. ¡Cómo le gustaba ponerse en el último término y ubicar a otros en el primer plano! ¡Cuán a menudo se ponía de pie sobre la plataforma con algunos de nosotros, insignificantes compañeros, sentados detrás de él y cuando hablaba nos mencionaba así: «¡Hay hombres mejores que vienen detrás de mí!». Al decirlo señalaba hacia atrás de su hombro con su dedo pulgar a los «insignificantes compañeros». No entiendo cómo podía creerlo, pero realmente creía que los otros eran de veras mejores que él. No simulaba ser humilde. En lo íntimo de su corazón constantemente se subestimaba a sí mismo y sobrestimaba a los demás. Sinceramente creía que Dios iba a usar a otros con mayor intensidad que a él.

Al señor Moody le agradaba quedarse en el último plano. En las convenciones de Northfield, o en cualquier otro lugar, empujaba a otros hacia el frente y, si podía, les hacía predicar todo el tiempo: McGregor, Campbell Morgan, Andrew Murray, y los demás. La única manera de hacerle tomar parte en el programa era ponerse en pie en la convención y hacer moción que escucháramos a D. L. Moody en la siguiente reunión. Siempre quería pasar inadvertido.

¡Oh, cuántos hombres han prometido mucho y Dios los ha usado, y luego han pensado que eran una gran cosa y Dios se vio obligado a echarlos a un lado! Creo que los obreros más prometedores se han estrellado contra las rocas más por su propia estima y autosuficiencia que por cualquier otra causa. En estos últimos cuarenta años o más puedo recordar de muchos hombres que hoy están en la ruina y la miseria, hombres que en un tiempo se pensaba que iban a llegar a ser algo grande. Pero han desaparecido por completo de la escena pública. ¿Por qué? Porque se sobrestimaban. ¡Cuántos hombres y mujeres han sido dejados a un lado porque comenzaron a pensar que eran importantes y Dios tuvo que ponerlos aparte!

Dios usó a D. L. Moody, a mi entender, en mayor grado que a cualquier otro en su día; pero eso no le hacía mella, nunca se envaneció. En una oportunidad, hablándome de un gran predicador de Nueva York, ya muerto, el señor Moody dijo: «Una vez cometió un error muy grave, el más grave que yo hubiera esperado de un hombre tan sensato como él. Se me acercó al final de un breve mensaje que había dado y me dijo: ‘Joven, has presentado una gran conferencia esta noche’». Luego el señor Moody continuó: «¡Qué necedad lo que ha dicho! Casi me envaneció». Pero, gracias a Dios no se envaneció y cuando casi todos los pastores de Inglaterra, Escocia, e Irlanda y muchos de los obispos ingleses estaban listos para seguir a D. L. Moody donde quiera él los guiase, aún entonces nunca lo envaneció ni un poquito. Se postraba sobre su rostro delante de Dios, pues sabía que era humano y le pedía que lo vaciara de toda autosuficiencia. Y Dios lo hacía.

¡Oh hombres y mujeres, especialmente hombres y mujeres jóvenes! Quizá Dios está comenzando a usarles; probablemente la gente ya dice de usted: ‘¡Qué hermoso don que tiene como maestro bíblico! ¡Qué poder tiene como predicador para ser tan joven!’. Escuche: póstrese delante de Dios. Creo que ésta es una de las tretas más peligrosas del diablo.

Cuando el diablo no puede desanimar a una persona, se le acerca con otra táctica, la cual él sabe es mil veces peor en su resultado; él lo ensalza susurrando en su oído: ‘Tú eres en la actualidad el primer evangelista. Tú eres el hombre que barrerá con todo lo que se te ponga por delante. Tú eres el que va hacia adelante. Tú eres el D. L. Moody del día’; y si usted le hace caso, él le arruinará. En toda la costa de la historia de los obreros cristianos yacen los restos de los naufragios de nobles embarcaciones, portadoras de grandes promesas pocos años ha. Zozobraron porque sus tripulantes se inflaron y fueron llevados por los vientos huracanados de su propia estima hacia las rocas donde se estrellaron.

5. Un hombre libre del amor al dinero

El quinto secreto del poder y actuación sin altibajos de D. L. Moody es que fue un hombre libre por completo del amor al dinero. El señor Moody podría haber sido rico, pero el dinero no tenía encanto alguno para él. Le gustaba juntarlo para la obra del Señor, pero rehusaba acumularlo para sí mismo. Me dijo durante la Feria Mundial que si hubiera aceptado los derechos de producción de los himnarios publicados por él, hubiera ganado hasta ese momento un millón de dólares. El señor Moody se negó a tocar el dinero. Le pertenecía por ser el responsable de la publicación de los libros, y, además, el dinero empleado en la primera edición vino de su bolsillo. El señor Sankey tenía unos himnos que había llevado a Inglaterra y deseaba se los publicaran. Fue a una editorial (creo que fue Morgan and Scott) y ellos rehusaron publicarlos, pues como decían, Philip Philips había pasado recientemente y publicado un himnario y no había tenido éxito. De todos modos, el señor Moody tenía algún dinero y dijo que lo invertiría en la publicación de esos himnos en edición económica, y así lo hizo. Los himnos tuvieron una venta extraordinaria e inesperada; luego fueron publicados en forma de libros y aumentaron en gran manera las ganancias. Estas fueron ofrecidas al señor Moody, quien se negó a tomarlas. «Pero», le suplicaron, «el dinero es suyo»; más él no lo tocó.

El señor Fleming H. Revell era en ese tiempo el tesorero de la Iglesia de la Avenida Chicago, conocido comúnmente como el Tabernáculo Moody. Solamente el subsuelo de este nuevo templo se había construido, pues se habían acabado los fondos monetarios. Enterado de la situación de los himnarios el señor Revell sugirió, en una carta dirigida a amigos en Londres, que el dinero fuera destinado para terminar el edificio. Y así fue. Después llegó tanto dinero, que debió ser destinado a varias actividades cristianas por una junta en cuyas manos el señor Moody puso el asunto.

En una ciudad a la cual fue el señor Moody en los últimos años de su vida, y adonde yo lo acompañé, se anunció públicamente que el señor Moody no aceptaría ofrenda alguna por sus servicios. En rigor de verdad, el señor Moody dependía hasta cierto punto de lo que recibía en sus reuniones, pero cuando fue hecho este anuncio, no dijo nada y partió de esa ciudad sin recibir un centavo por el duro trabajo hecho allí y, según creo, hasta pagó su propia cuenta en el hotel. Sin embargo, un pastor de esa misma ciudad hizo publicar un artículo en un diario, yo mismo lo leí, en el cual narraba un cuento fantástico sobre las demandas financieras con que el señor Moody los había recargado, informe absolutamente falso como me constaba personalmente.

Millones de dólares pasaron por las manos del señor Moody, pero pasaron de largo; no se pegaron en sus dedos. El dinero es el motivo por el cual muchos evangelistas han hecho desastres, terminando con sus ministerios prematuramente. El amor al dinero por parte de algunos evangelistas ha contribuido más que cualquier otra causa a desacreditar el trabajo evangelístico en nuestros días y a dejar más de uno en el olvido. Guardemos la lección en nuestros corazones y cuidémonos a tiempo.

6. Un hombre apasionado por la salvación de los perdidos

La sexta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody es porque era un hombre apasionado por la salvación de los perdidos. El señor Moody resolvió, poco después de ser salvo, que nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar por lo menos a una persona sobre su alma. Su vida era muy agitada y a veces olvidaba su resolución hasta última hora. Muchas fueron las noches en que se levantó de la cama, se vistió y salió a la calle para hablar a alguno acerca de su alma, a fin de no dejar pasar un solo día sin haber hablado a siquiera uno de sus prójimos sobre su necesidad y el Salvador que podía satisfacerlo.

Una noche el señor Moody iba hacia su casa desde su trabajo. Era muy tarde y de repente recordó que no había hablado a ninguna persona ese día acerca de Cristo. Se dijo: «He aquí un día perdido. Hoy no he hablado a ninguno y no encontraré a nadie a esta hora». Pero mientras caminaba, vio a un hombre parado bajo un poste de alumbrado. El hombre era completamente desconocido para él aunque como veremos luego, el hombre sabía quien era el señor Moody. Éste caminó hacia el desconocido y preguntó: «¿Es usted cristiano?». El hombre contestó: «A usted no le importa si soy cristiano o no. Mire si no fuera porque es usted alguna clase de predicador, lo tiraría al zanjón por impertinente».

El señor Moody dijo algunas pocas palabras de todo corazón y se fue. Al día siguiente ese hombre visitó a uno de los más importantes entre los hombres de negocios, amigo del señor Moody, y le dijo: «Ese tal Moody de los suyos, está haciendo más mal que bien en el lado norte (de Chicago). Tiene entusiasmo sin sabiduría. Vino a mí anoche, un perfecto desconocido, y me insultó. Me preguntó si era cristiano y le dije que eso no le importaba y que si no fuera porque era una clase de predicador, lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría. El amigo de Moody le mandó a buscar y le dijo: «Moody, usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría; anoche insultó a un amigo mío en la calle. Usted fue a él, un perfecto desconocido, y le preguntó si era cristiano, y me cuenta que si no fuera porque usted es una clase de predicador lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría».

El señor Moody salió de la oficina de ese hombre un tanto cabizbajo. Se preguntaba si no estaría haciendo más mal que bien, si realmente tenía entusiasmo sin sabiduría. (Permítame decir, de paso, que es preferible tener entusiasmo sin sabiduría que tener sabiduría sin entusiasmo). Pasaron las semanas. Una noche el señor Moody estaba durmiendo cuando fue despertado por unos golpes violentos en la puerta de la calle. Saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta. Pensó que su casa estaría en llamas. Pensó que el hombre iba a romper la puerta. Abrió la puerta y allí estaba este hombre. Dijo: «Señor Moody, no pude dormir tranquilo desde que usted me habló debajo del poste de la luz y he venido a esta hora porque no aguanto más; dígame, ¿qué debo hacer para ser salvo?». El señor Moody lo hizo entrar y le dijo qué debía hacer para ser salvo y el hombre aceptó a Cristo.

Otra noche, el señor Moody había llegado a su casa y ya se había acostado cuando se acordó que no había hablado a ninguno ese día acerca de aceptar a Cristo. «Bueno», se dijo, «no me conviene levantarme ahora: no habrá nadie en la calle a esta hora de la noche». Pero se levantó, se vistió, y fue a la puerta de la calle. Estaba lloviendo a cántaros. «¡Bah!», se dijo, «nadie andará fuera con semejante lluvia». Justo en ese momento oyó las pisadas de un hombre que andaba por la calle con un paraguas. El señor Moody lo alcanzó corriendo y le preguntó: «¿Me permite compartir su paraguas?». «¡Por supuesto!», respondió el hombre. Entonces el señor Moody inquirió: «¿Tiene usted con qué refugiarse en los tiempos de adversidad?». Y le predicó a Jesús. ¡Queridos hermanos! Si nosotros estuviéramos tan llenos de entusiasmo por la salvación de las almas como el señor Moody, ¿cuánto tiempo tardaría Dios en enviar un poderoso despertamiento que sacudiera todo el país?

El señor Moody era un hombre que ardía por Dios. No sólo estaba siempre ocupado él mismo, sino que estaba haciendo trabajar a otros también. Una vez me invitó a Northfield para pasar un mes con las escuelas, hablando primero en una y luego cruzando el río para hablar en la otra. Tuve que cruzar repetidamente de una a otra orilla en una barca, pues todavía no había sido construido el puente que hoy se levanta en ese sitio. Un día me dijo: «Torrey, ¿sabía usted que el barquero que lo cruza diariamente es inconverso?». No me pidió que le hablara, pero entendí la indirecta. Cuando poco después se enteró de que el barquero era salvo, se puso muy contento.

Otra vez, cuando andábamos por cierta calle de Chicago, el señor Moody se acercó a un hombre completamente desconocido para él, y le dijo: «Caballero, ¿es usted cristiano?». «Métase en lo suyo», fue la respuesta. El Señor Moody insistió: «Esto es lo mío». El hombre dijo: «Bueno, entonces usted debe ser Moody».

En Chicago era conocido como «el loco Moody», porque hablaba día y noche a todos los que podía, acerca de lo que es ser salvo. En cierta oportunidad se dirigía a Milwaukee, y el asiento que había elegido era compartido con otro viajero. El señor Moody se sentó al lado e inmediatamente comenzó a conversar. «¿A dónde va usted?», preguntó el señor Moody. Cuando supo el nombre del pueblo dijo: «Pronto llegaremos allí; vayamos al grano: ¿es usted salvo?». El hombre dijo que no, y el señor Moody sacó su Biblia y allí en el tren le mostró el camino de salvación. Luego dijo: «Usted debe aceptar a Cristo», y el hombre lo hizo; se convirtió allí mismo en el tren.

La pasión por las almas de D. L. Moody no se limitaba a las almas que podían serle útiles en llevar su trabajo adelante; su amor por las almas no conocía limitaciones de clases sociales. El no hacía acepción de personas. Podía hablar con un conde o un duque o con un niño despreciado de la calle; le daba lo mismo; era un alma perdida y él hacía lo que podía para salvarla.

Un amigo me contó que comenzó a oír hablar del señor Moody cuando el señor Reynolds de Peoria le dijo que una vez él encontró al señor Moody sentado en una choza de las ‘villas de emergencia’ que había en esa parte de la ciudad alrededor del lago, la cual era conocida en ese entonces por ‘las Arenas’, con un negrito sobre sus rodillas, una vela de sebo en una mano y una Biblia en la otra. El señor Moody estaba deletreando las palabras (pues el niño no sabía leer de corrido) de ciertos versículos de las Escrituras, en un intento por conducir a ese ignorante niño de color a Cristo. Hombres y mujeres jóvenes y obreros cristianos, si ustedes y yo experimentásemos semejante pasión por las almas ¿cuánto se tardaría antes que tuviéramos un despertar? ¡Supongamos que esta noche el fuego de Dios cayera y llenara nuestros corazones; un fuego consumidor que nos envíe por todo el país, y cruzando el océano a China, Japón, India, África, a contar a las almas perdidas el camino de la salvación!

7. Un hombre investido con poder de lo Alto

La séptima cosa que fue el secreto de por qué Dios usó a D. L. Moody es porque estaba investido concretamente con poder de lo alto, tenía un bautismo con el Espíritu Santo muy claro y definido. El señor Moody sabía que tenía «el bautismo con el Espíritu Santo»; no dudaba de ello. En su juventud fue muy apresurado, tenía un deseo tremendo de hacer algo, pero en realidad carecía de poder real. Trabajaba duramente en la energía de la carne. Pero había dos mujeres humildes de los Metodistas Libres quienes acostumbraban a asistir a sus reuniones en la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Una era la ‘tía Cook’ y otra la señora Snow (me parece que no se llamaba Snow en aquel entonces). Estas dos mujeres solían acercarse al señor Moody al finalizar los cultos y le decían: «Estamos orando por usted». Al fin, el señor Moody empezó a irritarse un poco, y una noche les preguntó: «¿Para qué están orando por mí? ¿Por qué no oran por los que no son salvos?». Ellas contestaron: «Estamos orando para que usted reciba el poder». El señor Moody no sabía qué significaba eso, pero se puso a pensar y después se acercó a las mujeres y les dijo: «Desearía que me digan qué es lo que quieren decir»; y ellas le explicaron que es el bautismo concreto con el Espíritu Santo. Entonces él quiso orar junto con ellas para que Dios le diera poder.

La ‘tía Cook’ me contó una vez con qué intenso fervor oró el señor Moody en esa ocasión. Ella me lo dijo con palabras que apenas me atrevo a repetir, aún cuando nunca las he olvidado. Y no sólo oraba con ellas, sino que también oraba solo. No mucho después, poco antes de salir para Inglaterra, estaba caminando por la calle Wall Street de Nueva York (el señor Moody muy rara vez relató esto y yo casi vacilo en contarlo), y en medio del bullicio y del trajín de esa ciudad su oración fue contestada. El poder de Dios cayó sobre él mientras caminaba por la calle y tuvo que apresurarse hacia la casa de un amigo y pedirle que lo dejara solo en una habitación. En esa habitación se quedó durante horas, y el Espíritu Santo vino sobre él llenando su alma con tanto gozo que debió rogar a Dios que detuviera su mano, pues temía morirse allí de puro gozo. Salió de ese lugar con el poder del Espíritu Santo sobre él, y cuando llegó a Londres (en parte por las oraciones de un santo postrado en cama de la iglesia del señor Lessey), el poder de Dios fluyó poderosamente a través suyo en el norte londinense, y cientos fueron agregados a las iglesias. Ese fue el punto de partida para que fuera invitado a predicar en las maravillosas campañas realizadas en años posteriores.

Vez tras vez el señor Moody me decía: «Torrey, quiero que prediques sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me pidió que hablara sobre ese tema. Una vez, cuando yo había sido invitado a predicar en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Nueva York (invitado por recomendación del señor Moody; de no ser por él, tal invitación nunca se me hubiera extendido), justo antes de partir para Nueva York, el señor Moody vino hasta mi casa y me dijo: «Torrey, ellos desean que usted predique en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida de Nueva York. Es una iglesia grande, enorme, costó un millón de dólares para construirla». Luego prosiguió: «Torrey, quiero pedirle una sola cosa, quiero decirle sobre qué debe predicar, quiero que predique ese sermón suyo ‘Diez razones por las cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y su sermón sobre ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’». Vez tras vez cuando me llamaban para ir a alguna iglesia, él me instaba: «Ahora, Torrey, predique sin falta sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me repitió esto. Un día le pregunté: «Señor Moody ¿piensa que yo no tengo más sermones que esos dos: ‘Diez Razones por las Cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’?». «No importa», respondió, «dales esos dos sermones».

Una vez él tenía unos maestros en Northfield: todos ellos excelentes, pero no creían en un bautismo definido con el Espíritu Santo para el individuo. Creían que cada hijo de Dios estaba bautizado con el Espíritu Santo, y no creían en ningún bautismo especial con el Espíritu para cada uno.

El señor Moody me dijo: «Torrey, ¿puedes venir a mi casa después del culto de esta noche? Yo haré que vengan esos hombres, y quiero que trates acerca de este asunto con ellos». Por supuesto acepté. El señor Moody y yo hablamos un buen rato, pero ellos no concordaron del todo con nosotros. Y cuando se fueron, el señor Moody me hizo seña para que me quedara unos momentos más. Se sentó con su barba apoyada en su pecho, como lo hacía a menudo cuando estaba meditando profundamente; luego me miró y dijo: «¿Por qué se detendrán en pequeñeces? ¿Cómo no ven que ésta justamente es la cosa que ellos necesitan? Son buenos maestros, excelentes maestros, y estoy muy contento de tenerlos aquí; pero ¿cómo no ven que el bautismo con el Espíritu Santo es el único toque que les hace falta?».
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