Ken Gaub
Mientras viajaba con mi familia en un tráiler, yo reflexionaba: «Dios, a veces me pregunto si tú sabes dónde estoy». Entonces, una melancólica autocompasión oscureció mi mente. Me agarré firmemente al volante, mirando fijo hacia adelante del vehículo. Mi fe parecía agotada de tanto ministrar para otros. «Señor, hasta un predicador necesita saber que te preocupas por él de vez en cuando».
«¡Papá, vamos a comer pizza!». La voz de Dan, mi hijo menor, me despertó de mi introspección. Mi hija Becky y Bárbara, mi esposa, estuvieron de acuerdo. Era un largo viaje, y ya estaba pasando la hora de comer.
Salimos de la carretera I-75 e ingresamos en la autopista 741, al sur de Dayton, Ohio. Coloridos letreros luminosos daban la bienvenida a una gran opción de restaurantes de comida rápida. Oí suspiros de alivio cuando avistamos una pizzería.
Mientras estacionaba el tráiler, Dan y Becky salieron del vehículo y corrieron a la pizzería. Bárbara descendió y se quedó esperándome. Yo tenía la mirada fija. «Ken, ¿tú no vendrás?», preguntó. «No, no tengo mucha hambre», respondí. «Ve tú con los niños. Necesito estirar las piernas y relajarme un poco».
Regresé al vehículo, me senté con las manos cruzadas detrás de la cabeza, y me recosté para pensar un poco. «Qué lindo día», pensé, mirando por la ventana. «Necesito tomar aire puro». Salí y cerré la puerta. Mirando alrededor, vi un pequeño negocio al final de la vía. «Voy a comprar alguna cosa para beber».
Compré una gaseosa y caminé reposadamente en dirección al tráiler. Un teléfono empezó a sonar insistentemente en algún lugar de la calle, perturbando mi melancolía. El sonido venía de una cabina pública, en un puesto de gasolina cercano. Mientras me aproximada, el aparato seguía tocando.
Me detuve para observar si alguien atendería la llamada. El intenso tráfico debió haber impedido que el empleado del puesto oyera, pues seguía atendiendo a los clientes. «¿Por qué nadie atiende este teléfono?». El ruido continuaba. Imaginé que podría ser una llamada importante. ¿Y si fuese una emergencia?
Continué en dirección al tráiler. Con todo, mi curiosidad venció a mi indiferencia. Entré a la cabina y tomé el aparato. «¡Aló!», dije de manera desinteresada mientras bebía mi refresco. La telefonista refunfuñó: «Larga distancia para Ken Gaub». ¡Abrí los ojos y casi me atoré con un trocito de hielo de la bebida! Sorprendido, dije: «¡Usted está loca!», aun sabiendo que no era la forma adecuada de hablar con una telefonista. Y agregué: «¡No puede ser! Yo estaba andando por la calle sin molestar a nadie, cuando de repente el teléfono empezó a sonar».
La operadora ignoró mi ingenua explicación, y preguntó otra vez: «¿Ken Gaub? Hay una llamada interurbana para él». Hice una pausa en mi discurso, y finalmente respondí: «Sí, soy yo». Buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo, concluí: «¡Ya sé! ¡Estoy siendo observado por una cámara oculta!».
Y buscaba la cámara, mientras me ordenaba el cabello. Quería mostrar la mejor apariencia delante de los millares de espectadores. Salí al exterior de la cabina y miré rápidamente en todas direcciones, casi cortando el cable del teléfono, de tanto estirarlo. No vi cámara alguna.
La telefonista, impaciente, me interrumpió de nuevo: «Llamada de larga distancia para Ken Gaub. ¿Él está?». Medio atónito y tremendo, respondí: «¿Cómo es posible? ¿Cómo me encontró? Yo sólo caminaba por la calle, el teléfono público empezó a tocar y decidí responder». Mi voz iba subiendo de tono con la excitación. «Atendí por casualidad. ¡Usted no está hablando en serio! ¡No es posible!».
«Bueno…», respondió ella. «¿El señor Gaub se encuentra o no?». El tono de voz mostraba que su paciencia estaba en un hilo. «Sí, soy yo», respondí. Ella no se convenció, y continuó: «¿Está seguro?».
Aun confundido, y en son de broma respondí: «Hasta donde yo sé, soy yo». Entonces, entró otra voz en la línea: «¡Es él, telefonista. Estoy segura que es él!».
Perplejo, vi que una voz extraña me identificó y exclamó: «Ken Gaub, me llamo Millie y soy de Harrisburg, Pennsylvania. Usted no me conoce, pero estoy desesperada. ¡Por favor, ayúdeme!».
«¿En qué puedo ayudarla?».
Ella comenzó a llorar. Aguardé un instante, hasta que se recuperó para proseguir: «Estoy a punto de suicidarme, y acabo de escribir una nota. Empecé a llorar y le dije a Dios que no quería matarme. De repente recordé haberlo visto a usted en la televisión, y pensé que, si al menos hablase con usted, tal vez me podría ayudar. Sabía que sería imposible localizarlo, además de no conocer a nadie que pudiese ayudarme. Seguí escribiendo la nota sobre mi suicidio, ya que no hallaba salida a mi situación. Entonces, unos números me vinieron a la mente, y los anoté».
En aquel instante, ella comenzó a llorar de nuevo, mientras yo oraba silenciosamente, pidiendo sabiduría para socorrerla.
Ella continuó: «Miré los números y pensé: ¿No sería maravilloso si, por un milagro de Dios, él me hubiese dado el número telefónico de Ken? Entonces decidí marcar los números y comunicarme. Pensé que valdría la pena intentarlo. ¡Y valió! ¡No puedo creer que esté hablando con usted! ¿Usted está en su oficina en California?».
Respondí: «Señora, no tengo ninguna oficina en California; mi oficina está en Yakina, Washington».
Sorprendida, ella preguntó: «¿En serio? ¿Dónde está usted, entonces?».
«¿Usted no sabe?», fue mi respuesta. «¡Fue usted quien hizo la llamada!».
Ella explicó: «Ni yo misma sé a qué número DDD estoy llamando. ¡Simplemente disqué los números que estaban en el papel!».
«¡Señora, usted no va a creerlo, pero estoy en una cabina telefónica cerca de Dayton, Ohio!», le dije.
«¿Es así?», exclamó. «¿Y qué está haciendo usted allí?».
Respondí bromeando: «Bueno, estoy atendiendo su llamado. El teléfono sonó cuando yo pasaba cerca, y atendí».
Consciente de que ese encuentro telefónico sólo podía haber sido arreglado por Dios, empecé a aconsejarla. La presencia del Espíritu Santo inundó la cabina telefónica, dándome palabras de sabiduría, mucho más allá de mi capacidad, en tanto ella me hablaba de su desesperación y sus frustraciones. En pocos minutos, ella oró, reconociendo que era una pecadora, y encontró al Único que podría librarla de aquella situación.
Salí de la cabina con una clara percepción sobre el interés de nuestro Padre celestial por cada uno de sus hijos. Quedé maravillado, al considerar la remota probabilidad de que aquello hubiese acontecido por casualidad, con millones de números telefónicos en infinitas combinaciones posibles. Sólo el Dios omnisciente podía haber hecho que aquella mujer llamase a aquella cabina en aquel preciso instante.
Citado por DeVern Fromke