Una obra que hacer

Una linda joven en la India estaba para casarse. Todos observaban admirados a esa joven cristiana, tan capacitada, mientras se preparaba para el matrimonio.

Repentinamente, unas manchas aparecieron en sus manos. Todos quedaron choqueados al saber que se trataba de lepra. En vez de mudarse al hogar que tan cuidadosamente había planeado con su amado, se mudó a una colonia de leprosos. Ella caminó pausadamente con su hermano, no en una ceremonia de casamiento, sino en dirección a aquel terrible lugar que se tornaría en su nuevo hogar.

¡Cuán profunda decepción invadió su corazón! A su alrededor, todas eran mujeres infelices, sucias, amargadas y con la desesperanza dibujada en sus rostros. Al verlas, escondió su rostro en el hombro de su hermano y lloró. “Mi Dios”, dijo sollozando, “¿llegaré a ser como una de ellas?”.

Ella estaba deprimida hasta tal punto que los que estaban a su alrededor temían que ella se arrojase en un pozo para terminar con todo aquello.

Cierto día, unos misioneros que se compadecían de ella, le preguntaron si le gustaría ayudar a aquellas pobres mujeres. Era como si Dios le estuviese enviando a ella un rayo de luz. Ella entendió la visión. El propósito y su significado la cautivaron a medida que ella dejaba de lado su autocompasión.

Ella abrió entonces una escuela y enseñó a aquellas mujeres a leer, escribir y cantar. Por haber estudiado música, sus amigos misioneros le trajeron un órgano plegable. Gradualmente, una notoria transformación fue ocurriendo en el aquel lugar. Las casas de aquellas mujeres estaban ahora limpias, arregladas y agradables. Comenzaron a lavar sus ropas y a peinar su cabello. Aquel lugar, otrora terrible, se transformó en un lugar de bendición.

Pasados algunos años, ella dio el siguiente testimonio: “Cuando llegué al asilo, dudé de la existencia de Dios. Ahora comprendo que Dios tenía una obra para mí. Si no hubiese quedado leprosa, nunca habría descubierto mi obra. Cada día que vivo, agradezco a Dios por haberme concedido esta obra para hacer”.

Tomado de “A janela mais ampla”, de Devern Fromke