Los Anabaptistas y las raíces del Evangelio


La parte de la historia de la iglesia que no ha sido debidamente contada.

Rodrigo Abarca

A lo largo de toda la Edad Media, numerosos grupos de creyentes dejaron el cristianismo organizado de sus días, para experimentar una fe más viva, sencilla y real, conforme al patrón de fe y práctica que encontraban en la Biblia. Fueron perseguidos y martirizados por miles a causa de su testimonio y, en algunas regiones, casi exterminados. Sin embargo, no fueron destruidos totalmente y permanecieron ocultos, esparcidos aquí y allá por toda Europa, hasta el advenimiento de la Reforma. Entonces salieron nuevamente a la luz, animados por la llama que un remoto monje agustino había encendido al clavar sus 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, por vuelta del año 1517.

Estaba naciendo la Reforma, y aquel oscuro monje no podía sospechar aún que la pequeña llama recién encendida, pronto se convertiría en una hoguera que haría arder Europa entera, y trastocaría para siempre la historia del cristianismo y aún de la propia civilización occidental.

Martín Lutero encendió la llama, pero muchos otros habían trabajado antes preparando la hoguera. Por eso, cuando se escuchó su grito de batalla «sola fe y sola Escritura», la mirada de muchos se alzó esperanzada hacia la promesa del nuevo día que parecía despuntar en el horizonte, entre las ruinas de la decadente cristiandad de su tiempo. Sin embargo, el día llegó cargado de enormes contrastes, con una tormenta de luces y sombras, nubes oscuras y relucientes rayos de sol.

Los Reformadores protestantes buscaron regresar a la Biblia como única norma de fe y conducta. No obstante, a los ojos de muchos cristianos de aquellos días, la restauración que propiciaron no fue lo suficientemente radical y se quedó, por así decirlo, a medio camino. Estos «otros» hermanos procuraron una restauración mucho más fundamental, que regresara a la misma esencia de la iglesia, tal como la encontraban en las páginas del Nuevo Testamento. Sus enemigos los llamaron anabaptistas, palabra griega que significa «rebautizadores», debido a su rechazo del bautismo infantil y su fuerte énfasis en la conversión individual, confirmada por el bautismo voluntario como señal exterior. Pero ellos se llamaban a sí mismos simplemente «hermanos».

Los comienzos

Los historiadores fechan comúnmente el origen de los anabaptistas en 1525, en la ciudad suiza de Zurich. Allí el reformador Ulrico Zwinglio estaba comenzando la reforma protestante en estrecha alianza con los magistrados de la ciudad. Entre sus seguidores tempranos estaban dos brillantes eruditos, que pertenecían a algunas de las familias más acomodadas de la ciudad: Conrad Grebel y Félix Manz. Este último era amigo cercano del reformador suizo. Sin embargo, muy pronto comenzaron a discordar de algunas de sus enseñanzas, especialmente en lo relativo a naturaleza de la iglesia y la salvación. Zwinglio enseñó, en un principio, que la restauración de la fe debía ser un retorno completo a las Escrituras, y que todo aquello que no estuviese explícitamente contenido en ellas debía ser desechado. Manz y Grebel adhirieron calurosamente a este principio.

No obstante, poco después, Zwinglio cambió de opinión, y desarrolló lo que vendría a ser la postura protestante clásica, sostenida también por Lutero, y más adelante por Calvino: Todo aquello que se encuentra explícitamente prohibido en las Escrituras debe ser desechado, mientras que lo demás puede ser mantenido, mientras no contravenga sus enseñanzas. La magnitud de esta divergencia era enorme, pues permitía a muchos reformadores contemporizar en diversos asuntos de práctica eclesiástica con los príncipes y magistrados de su tiempo, a fin de garantizar su respaldo a la causa protestante. En verdad, todos ellos estaban, en mayor o menor grado, convencidos de que la reforma protestante no podía tener éxito sin el apoyo político y militar de los príncipes.

Así, Zwinglio intentó crear una iglesia nacional «suiza», que incluyese a todos los «ciudadanos suizos» en ella, sin importar si eran o no verdaderamente cristianos. Por esta y otras razones, continuó aceptando el bautismo infantil, pues, lógicamente, en su concepto de iglesia no cabían la necesidad de conversión y regeneración individual.

Contra este estado de cosas reaccionaron Manz, Grebel y todos los demás anabaptistas. Para ellos, el principio resultaba inaceptable, pues violaba la clara enseñanza de la Escritura sobre la iglesia como una nación compuesta únicamente de hombres y mujeres redimidos, visiblemente separados del mundo, y sometida sólo a la autoridad de Cristo su cabeza. Para nosotros hoy, esta verdad puede parecer obvia, pero, por muchas razones no era así para la mayoría de los líderes protestantes.

Causas de la divergencia anabaptista

Durante la larga noche medieval, la identidad entre iglesia y cristiandad, considerada esta última como la suma de la naciones cristianas, se consideró un dogma incontrovertible de la fe. Este modo de ver las cosas se originó con la conversión del emperador romano Constantino en 312 D. C., y en su posterior confirmación del cristianismo como religión oficial del imperio.

Luego vino otro emperador, Justiniano, que en su famoso código lo declaró la religión exclusiva, y autorizó el uso de la fuerza y la espada contra los disidentes, fuesen «cismáticos» o «herejes». De este modo, cristianismo e imperio se hicieron casi sinónimos. El imperio protegía a la iglesia y la iglesia legitimaba al imperio. Vale decir, iglesia y estado estaban unidos.

De esta paradojal simbiosis surgió la cristiandad medieval, tras la caída del imperio romano de occidente. Esta caída produjo un inmenso vacío de poder y organización dentro de las zonas geográficas abarcadas por la desaparecida administración imperial y los pueblos que estaban bajo su dominio. Pero, la iglesia cristiana organizada fue llenando ese espacio, debido, en gran parte, a que en ella sobrevivió mucho de la organización y eficiencia administrativa del imperio que muchos recordaban con nostalgia.

No obstante, con el advenimiento de la Reforma, la situación política cambió, pues muchos de los príncipes y reyes europeos estaban cansados de someterse a lo que consideraban un dominio despótico y abusivo. Sin embargo, comprendían que para lograr su independencia debían contar con el apoyo del pueblo y para ello tenían que ofrecer a sus súbditos una religión que sustituyera la oficial y los liberara del control que ésta ejercía sobre sus conciencias.

Pero debía ser una religión para «todos» sus súbditos, vale decir, nacional. Por tanto, su apoyo a la Reforma estuvo siempre condicionado por esta perspectiva y necesidad. Que no se nos malinterprete. Sin duda, algunos de ellos fueron creyentes sinceros y piadosos, pero, inevitablemente su horizonte político-cultural condicionó y limitó su visión de la iglesia, así como la visión de los reformadores a los que prestaron su apoyo político y militar.

Contra esta nueva forma unión de la iglesia y el estado reaccionaron los anabaptistas, reconociendo con claridad el error de perspectiva de quienes la sustentaban y procurando arrojar la luz de la Palabra sobre este trascendental asunto por medios pacíficos.

En este punto se encuentra el origen de la tragedia anabaptista. Comenta Ismael Amaya: «Sin duda que sería difícil encontrar en la historia de la iglesia un acontecimiento más triste que el caso de los anabaptistas. Parecía como que los anabaptistas estaban en contra de todos, y todos en contra de ellos. Puesto que rechazaban las enseñanzas tanto de Lutero como de Zwinglio, y también del catolicismo, fueron víctimas de crueles persecuciones de parte de todos ellos. Pero su rechazo de la unión entre la iglesia y el estado, y del estado mismo, hizo que las autoridades seculares los consideraran como insurrectos.

Según el concepto prevaleciente en aquellos tiempos, la separación entre la iglesia y el estado era imposible. A1 afirmar esta doctrina, los anabaptistas escogieron el sangriento camino de los mártires, y su martirio constituye un monumento impresionante de la Reforma. Se sacrificaron por un principio que era inaceptable para la sociedad y la iglesia de su tiempo.

Como se oponían al catolicismo, al luteranismo, y al zwinglianismo, la iglesia los consideraba herejes, y como rechazaban el estado, éste los trataba como rebeldes. En consecuencia, fueron vistos como enemigos por los príncipes, por los reformadores protestantes, y por los líderes católicos, quienes los persiguieron sin piedad».

Muy pronto, esta discrepancia llevó, tanto a Grebel como a Manz, a distanciarse de Zwinglio. El 21 de enero de 1525, ambos fueron bautizados junto con algunos seguidores radicales de Zwinglio. Pues, después de mucho estudio y cuidadosa oración, habían llegado a la convicción de que debían bautizarse unos a otros. Este acontecimiento marcó el comienzo del movimiento anabaptista. Para ellos el bautismo (que practicaban por rociamiento o «aspersión») era la única forma de testimoniar el verdadero arrepentimiento y la conversión personal. En consecuencia, muy pronto estuvieron predicando y bautizando creyentes a través de toda Suiza.

Zwinglio y los magistrados de la ciudad reaccionaron decretando severas leyes contra quienes se «rebautizaban» (pues todos, a juicio de ellos, ya habían sido bautizados cuando niños), incluyendo la pena de muerte por ahogamiento; castigo que se convirtió en la forma de martirio más común entre los anabaptistas y al cual llamaron, el «tercer bautismo». Y además, convocaron a las autoridades de toda Europa a «cazarlos y aprehenderlos». Grebel huyó junto con otros hermanos, y murió de peste en 1526, después de predicar el evangelio en otras ciudades de Suiza. Félix Manz fue arrestado por Zwinglio y las autoridades de Zurich, atado y arrojado a las frías aguas del río Limmat, que corre por el centro de la ciudad.

La persecución contra los anabaptistas se desató con una crueldad inusitada por toda Europa, tanto en los países católicos como protestantes. Miles de hombres y mujeres fueron ahogados, enterrados vivos, y quemados. Se constituyeron cuerpos especiales de policía para buscarlos, llamados Täuferjäger (cazadores de anabaptistas). Los hijos de los mártires eran arrebatados a sus familias y entregados a familias de grupos eclesiásticos oficialmente reconocidos. En todas partes la persecución de los anabaptistas se convirtió en una política de estado.

Enseñanzas y prácticas

Debido a la temprana muerte de sus líderes más destacados, los anabaptistas nunca llegaron a escribir una exposición detallada y sistemática de sus enseñanzas. En verdad, tampoco deseaban crear un sistema de doctrina acabado y excluyente. Y además, nunca llegaron a constituir un movimiento organizado. Por lo mismo, se suele reunir bajo el rótulo de anabaptistas a grupos con intereses y creencias muy distintas e incluso opuestas.

En general, se reconocen tres grandes ramas: «los anabaptistas propiamente dichos», «los espirituales», y «los racionalistas anti-trinitarios» – aunque, sus perseguidores no distinguían entre ellos y los consideraban a todos como una sola cosa.

De entre ellos, quienes nos interesan en este artículo son los primeros. Estos adoptaron con sencillez las doctrinas cristianas históricas tales como la Trinidad y las dos naturalezas de Cristo (completamente divino y completamente humano), sin ningún interés especulativo ulterior. Al igual que Zwinglio, Lutero y Calvino, creían en la salvación por la sola gracia, por medio de la fe y sin obras meritorias, la autoridad final de las Escrituras y el sacerdocio de todos los creyentes. Pero divergían de ellos en cuanto a su práctica y aplicación.

Con respecto a la salvación, a la par de la justificación por la fe, enfatizaban la regeneración interior y una vida posterior de verdadera transformación como evidencia de ella. Por lo mismo, daban especial énfasis a la responsabilidad personal y a la conversión individual. No aceptaban el bautismo de niños, al que consideraban ineficaz, pues, decían, sólo quienes se han convertido de manera responsable y consciente pueden recibir el bautismo como señal de esa conversión. Y también, practicaban de modo real el sacerdocio de todos los creyentes, pues sus reuniones eran abiertas a la participación de todos los hermanos y hermanas, mientras que sus pastores y predicadores surgían de entre los mismos hermanos, muchas veces, sin mayor preparación formal. Además, practicaban una intensa vida de comunión entre sí, partiendo el pan y orando juntos por las casas.

En verdad, anhelaban formar iglesias de creyentes según el modelo del Nuevo Testamento, en oposición a las «iglesias estatales», donde era imposible distinguir entre creyentes falsos y verdaderos.

Por otro lado, rechazaban las persecuciones por motivos religiosos y las guerras asociadas con ellas. Fueron convencidos pacificadores en una era donde el odio y la intolerancia parecía ser la norma. Se debe, por lo mismo, rechazar la conocida tesis de que las crueldades de la cristiandad de su tiempo se explican por el «espíritu de la época». Los hermanos dejaron muy claro, para cualquiera que quisiera escucharlos, que el verdadero espíritu del evangelio es muy distinto. Y se debe consignar que tanto Lutero, como Zwinglio, Calvino y los demás líderes de la Reforma conocían muy bien sus enseñanzas. Sin embargo, y al parecer, no les afectaron demasiado.

Baltasar Hubmaier

Gran parte de las principales enseñanzas de los hermanos fueron desarrolladas y expuestas, tras la muerte de Grebel y Manz, por Baltasar Hubmaier, quien se convirtió así en unos de los líderes más importantes e influyentes en la historia de los hermanos. Hubmaier había sido un erudito católico prestigioso y reconocido en toda Europa. Su conversión al protestantismo fue considerada como un gran triunfo para la causa reformada. Era amigo de Erasmo y coincidía con los pacíficos y amables ideales cristianos del famoso humanista. Con respecto a los «cazadores de herejes», tanto católicos como protestantes, escribió: «Los inquisidores son peores que todos los herejes, porque, contrariando al doctrina y el ejemplo de Jesús, condenan a los herejes a la hoguera... Porque Cristo no vino para mutilar, matar, o quemar, sino para que las personas vivan en abundancia».

Después de su conversión, en 1522, fue obligado a dejar su cargo de vice-rector de la universidad católica de Regensburg, Alemania. Desde allí se trasladó a Waldshut, cerca de Zurich, en Suiza, para hacerse cargo de una naciente congregación protestante. No se sabe bien cómo entró en contacto con las ideas anabaptistas, pero es probable que fuese a través de los hermanos asociados con Grebel y Manz. En 1525, comenzó a predicar en oposición al bautismo infantil y poco después llevó a las cerca de 300 personas de la congregación en Waldshut a bautizarse, en un domingo de Pascua.

A partir de allí, comenzó una discusión panfletaria con Zwinglio, defendiendo la causa anabaptista. Pero cuando la policía del emperador apareció en Waldshut, se vio obligado a huir a Zurich, donde fue arrestado rápidamente por Zwinglio y su partido. Después de un tiempo en prisión, debatió públicamente con Zwinglio en un precario estado de salud y fue apabullado fácilmente por su robusto oponente. Acto seguido, este último lo mandó torturar para conseguir su retractación. Hubmaier, cedió bajo la tortura, firmó la retractación requerida, y fue puesto en libertad. Sin embargo, de inmediato se arrepintió con amargura de su debilidad y temor. Huyó a Moravia, donde continuó con su obra. Allí se convirtieron y bautizaron más de 6.000 personas como fruto de su ministerio.

Finalmente, en 1527, los Täufer-jäger del emperador lo apresaron y lo llevaron cautivo a Viena para ser juzgado y ejecutado. Fue quemado públicamente en la plaza del mercado, y mientras las llamas envolvían su cuerpo, se le escuchó repetir varias veces, «¡Jesús; Jesús!», antes de que el fuego silenciara para siempre su voz en este mundo. Tres días después, su valiente esposa fue arrojada desde un puente a las oscuras aguas del río Danubio, con una pesada piedra atada al cuello.

Hubmaier, al igual que todos los anabaptistas, fue acusado de rechazar toda forma de gobierno y aún la misma existencia del estado. Sin embargo, él negaba esta acusación, afirmando que se debe obedecer a los príncipes y gobernadores mientras ello no exija desobedecer la Palabra de Dios. Lo que en verdad rechazaba es la unión de la iglesia y el estado, a la par que abogaba por la libertad de conciencia.

Johanes Denck

Otro líder importante durante los primeros días de los hermanos fue Johanes Denck, quien en Basel había entrado en contacto con Erasmo y trabado amistad con el grupo de destacados eruditos que se reunían en torno a él. Luego fue profesor en una de las escuelas más importantes de Nüremberg, ciudad donde el joven luterano Ossiander llevaba adelante la Reforma.

Denck se desilusionó profundamente de ésta, al observar que muchos de los que se decían nominalmente «justificados por la fe» no mostraban ningún cambio real en sus vidas, ni mucho menos una conducta santa. Para él, esto no era sino el signo de una seria carencia en el evangelio que estaba siendo predicado. Ossiander lo denunció a los magistrados de la ciudad y éstos lo conminaron a abandonarla, sin permitirle una defensa pública de su fe, alegando que era demasiado hábil y astuto en la presentación de sus «errores». Denck se despidió de su familia y partió a una vida de destierro errabundo hasta el fin de sus días.

Dondequiera que fue, lo siguieron la calumnia y la difamación. Sus enemigos le atribuían toda clase de doctrinas perversas y llamaban a evitarlo como a un hombre extremadamente peligroso. A pesar de toda aquella violenta difamación, muchas veces escrita, Denck jamás pagó con la misma moneda en sus escritos. No se percibe en ellos ningún rastro de amargura o rencor hacia quienes lo calumniaban.

Aún más, en un tiempo de especial presión en su contra, escribió acerca de ellos: «Me aflige el corazón el estar en desunión con muchos de los cuales, de otra manera, no puedo considerar sino como mis hermanos, porque adoran al mismo Dios que yo adoro, y honran al Padre que yo honro. Por consiguiente, si Dios lo quiere y hasta donde es posible, no haré un adversario de mi hermano, tampoco de mi Padre un juez, pero, en tanto estoy en el camino, estaré reconciliado con todos mis adversarios».

Esta admirable declaración expresa muy bien la actitud con la que miles de hermanos enfrentaron la persecución e incluso el martirio durante aquellos días, dejando detrás de sí un imperecedero testimonio del verdadero espíritu del Señor Jesucristo y su evangelio.

Denck cumplió hasta el fin con este propósito. De Nüremberg pasó a Augsburgo, donde conoció a Hubmaier y fue bautizado, ligándose así con los hermanos anabaptistas. Después de un tiempo de ministerio allí, la obra creció rápidamente, pero debió huir nuevamente y buscar refugio en Estraburgo, donde existía una importante asamblea de hermanos bautizados. En esa ciudad los líderes del partido protestante eran Capito y Bucer. El primero simpatizaba con los hermanos y tenía esperanzas de llegar a un entendimiento con ellos. Sin embargo, Bucer recelaba de su influencia y solicitó a los magistrados que expulsaran a Denck.

Obligado por la situación, partió hacia Worms, donde se dio a la tarea de traducir e imprimir los Profetas Mayores y Menores. Volvió nuevamente a Augsburgo para una conferencia de hermanos venidos de varios distritos. Allí se opuso decididamente a aquellos que se inclinaban al uso de la fuerza contra quienes los perseguían. Se la llamó, «la conferencia de los mártires», debido al gran número de participantes que más tarde selló su vida con el martirio.

Finalmente, en 1527, después de ir de una parte a otra , perseguido y rechazado, y tras pasar por muchas aflicciones y necesidades, Denck llegó a Basel con su salud quebrantada. Allí volvió a encontrase con los viejos amigos de su juventud. El compasivo reformador Ecolampadio lo encontró casi moribundo y lo acogió en su casa, donde poco tiempo después murió, en descanso y en paz al fin.

Poco antes de morir, escribió: «Dios sabe que no busco otro fruto, excepto el que realmente muchos, con un corazón y un alma, glorifiquen al Padre de Nuestro Señor Jesucristo, sean o no circuncidados y bautizados. Porque pienso de un modo muy distinto a aquellos que atan el Reino de Dios excesivamente a ceremonias y elementos de este mundo, cualesquiera que ellos sean». En aquellos días de escasa tolerancia, afirmó: «En asuntos de fe, todos deberían ser libres para actuar voluntariamente y por propia convicción»

Michael Sattler

Otro hermano destacado entre los anabaptistas fue Michael Sattler. Su trágica carrera acabó en 1527, tras la conferencia de los hermanos en Beden, donde ayudó a redactar los siete puntos en común de la práctica anabaptista. No se trataba de un credo o confesión de fe vinculante, pues los hermanos creían que la iglesia está unida solamente en Cristo:

* Sólo deberían ser bautizados aquellos que han experimentado la obra regeneradora de Cristo.
* La expresión local de la iglesia es una compañía de gente regenerada, cuya vida diaria se vive de acuerdo con la fe que profesan. Su devoción está simbolizada en su participación conjunta en la cena del Señor, por medio de la cual recuerdan la obra redentora de Cristo.
* La disciplina debe ser ejercitada dentro de las iglesias, y la disciplina final es la excomunión.
* El pueblo de Dios debería vivir una vida de separación del pecado, del mundo, y del sometimiento a la carne, o cualquier cosa que pudiera comprometer su fe. Esto incluye una separación de los ritos de las facciones romana, luterana y zwingliana.
* Los oficios de una iglesia local deben ser apartados por la iglesia y es su responsabilidad la edificación de los creyentes por medio de la enseñanza de la Palabra de Dios.
* Los creyentes no deberían recurrir a la fuerza, sea en defensa propia o en una guerra ordenada por el estado.
* Los creyentes no debieran prestar ningún juramento, ni tampoco recurrir a la ley.

Parece increíble que estas ideas fuesen consideradas como heréticas entre los protestantes y suscitaran una cruel y amarga persecución. En 1527 Sattler fue arrestado en Rottenburgo y sentenciado a sufrir una muerte ‘ejemplar’ por sus captores católicos: «Michael Sattler será entregado al verdugo, el cual le cortará en la plaza primeramente la lengua, luego le atará a un carromato y allí con unas tenazas al rojo vivo le desgarrará el cuerpo dos veces, haciendo lo mismo yendo hacia el lugar de la ejecución durante cinco veces. En el lugar designado, quemarán su cuerpo hasta reducirlo a cenizas, por ser un archihereje». La sentencia fue cumplida fielmente, mientras que su esposa fue ahogada junto a otros hermanos.

La Tragedia de Munster

Quizá el episodio que más contribuyó a desprestigiar la causa anabaptista fue la llamada «tragedia de Munster». Como se ha mencionado antes, durante el siglo XVI diferentes grupos de personas fueron llamadas anabaptistas. En medio de ellos existían algunos líderes exaltados, que propugnaban métodos violentos de acción, completamente opuestos a las enseñanzas pacíficas de los hermanos, y que, además, anunciaban el establecimiento inminente y material del reino de Dios en la tierra.

La difícil condición en que vivía las gente más pobre y la gran cantidad de abusos cometidos por los poderosos y los príncipes contra ellos, atrajeron a muchas de estas personas simples y crédulas hacia aquellos profetas exaltados. Por otro lado, algunos hermanos, que habían sufrido enormemente a manos de sus captores y perseguidores, fueron arrastrados tras sus promesas de justicia y vindicación. Así se preparó el escenario para la tragedia de Munster.

En 1537, dos de estos predicadores exaltados, Jan Mattys y John de Leyden, llegaron hasta la ciudad de Munster, proclamando que la Nueva Jerusalén sería establecida en ese lugar. Allí ya existía una congregación protestante que estaba bajo la conducción de Bernard Rothmann, un pastor amable y pacífico, que, sin embargo, cayó rápidamente bajo la influencia de los nuevos profetas. También hasta Munster, habían llegado además, muchos refugiados, pues el príncipe gobernante, Felipe, la había declarado una ciudad de refugio. Y entre ellos habían verdaderos creyentes y otros tantos descontentos y fanáticos.

En medio de esa multitud heterogénea, ejercieron su influencia ambos predicadores, exaltando los ánimos en contra de los magistrados de la ciudad, a quienes pronto depusieron, para colocar otros completamente controlados por Matthys. Desde allí se dedicaron a decretar leyes extremas bajo la influencia de algunas supuestas ‘inspiraciones proféticas’. Así, se ordenó limpiar la ciudad de incrédulos y bautizar a todos sus habitantes por la fuerza. Entretanto, el obispo de Munster había sitiado la ciudad con sus tropas.

Entonces, Matthys, creyendo ser guiado por una ‘revelación’, atacó súbitamente las tropas del obispo y resultó muerto. Lo sucedió Leyden, quien reforzó el control y el extremismo, obligando a todos a vivir en comunidad de bienes e instituyendo la poligamia. Tomó como esposa a la viuda de Matthys y, con la cual se hizo coronar como rey y reina de la ciudad. Sin embargo, y finalmente, las tropas del obispo quebraron la dura resistencia de los defensores y penetraron en la ciudad asesinando a todos sus oponentes. Leyden fue torturado y ejecutado en el mismo sitio donde se había coronado rey.

En verdad, los exaltados de Munster tenían muy poco que ver con los pacíficos hermanos representados por Hubmeyer, Manz, Grebel, Denck, Sattler y otros. No obstante, los acontecimientos que protagonizaron contribuyeron a crear, entre la gente de su tiempo, una imagen negativa de los hermanos anabaptistas, pues se creía que todos eran parte del mismo movimiento. Esto dio pie para que sus perseguidores aprovecharan el episodio, justificando todavía más la represión de los hermanos y aumentando la ‘propaganda’ en su contra.

Crecimiento y persecuciones

Los hermanos se esparcieron rápidamente por Europa, siempre perseguidos y obligados a huir de un lado a otro. A través de toda Austria se levantaron numerosas congregaciones, como también en Alemania, Holanda y Moravia. En el Tirol y Gorz, cientos de hermanos fueron quemados en la hoguera, decapitados o ahogados. En Salzburgo, donde una congregación completa de setenta personas, fue condenada a muerte, una joven creyente provocó un gran sentimiento de compasión entre la multitud reunida para presenciar la ejecución, debido a su juventud y belleza. Todos pidieron a gritos que fuera perdonada, sin embargo no se hizo excepción. Los ejecutores la colocaron bajo el peso de un inmenso abrevadero para caballos hasta que murió. Luego retiraron su cuerpo y lo arrojaron a las llamas. Así selló su heroico testimonio por Cristo.

Pero, ella fue sólo una más entre los miles de mártires anabaptistas. Entre tanto, muchos hermanos encontraron refugio en Moravia, donde fundaron varias comunidades en las que mantenían un régimen de comunidad de bienes, forma de vida que fue adoptada debido, en parte, a la gran cantidad de viudas y huérfanos que debían cuidar a causa de su elevado número de mártires; pero también, porque deseaban sinceramente seguir el ejemplo de la iglesia en Jerusalén, registrado en el libro de los Hechos.

Menno Simon

En consecuencia, el episodio de Munster exacerbó por todas partes la persecución contra los hermanos. Muchas congregaciones fueron acusadas, sin prueba alguna, de estar en complicidad con los líderes de Munster, y perseguidas con mayor violencia y crueldad aún. A tal punto que, en Alemania, Holanda y otros lugares, el movimiento casi se extinguió. Entonces surgió la figura de Menno Simon, quien ayudó a las menguadas y esparcidas congregaciones a reorganizarse y enfrentar la adversidad.

Menno, que viajó incansablemente, animando y fortaleciendo a los hermanos por todas partes, había sido previamente un sacerdote católico. Después de un tiempo de estudiar las Escrituras, asistió al heroico martirio de un creyente anabaptista llamado Sicke Snyder, quien fue decapitado por negar el bautismo de infantes. Quedó tan conmovido por su entereza y fe, que decidió unirse a la causa anabaptista.

Desde ese momento trabajó infatigablemente entre los hermanos. Y combatió ardientemente contra la errónea identificación de los hermanos con la «secta de Munster» En su autobiografía nos dice que, «Luego irrumpió la secta de Munster, con la que muchos corazones piadosos, también entre nosotros, fueron engañados. Mi alma estaba en una gran inquietud, porque notaba que eran celosos, pero doctrinalmente errados. Con mi pequeño don, a través de la predicación y la enseñanza, me opuse al error, tanto como pude...».

Y después, en otro escrito, «Nadie puede de verdad acusarme de concordar con la enseñanza de Munster; por el contrario, durante diecisiete años, hasta el día presente, me he opuesto y luchado en su contra, privada y públicamente, con la voz o la pluma. Nunca reconoceremos como hermanos y hermanas a aquellos que, como el pueblo de Munster, rehúsan la cruz de Cristo, desprecian la palabra de Dios y practican las pasiones terrenales».

Trabajó estableciendo y confortando a las iglesias en Holanda con tanto éxito que, en 1543 el Emperador lo declaró fuera de la ley y puso un precio a su cabeza. Obligado, dejó el país, y se las arregló para escapar de sus captores durante los próximos veinticinco años sin ser aprehendido, enseñando y ayudando a las iglesias. Finalmente se estableció en Fresenburg, donde continuó trabajando y escribiendo en defensa de las creencias anabaptistas hasta que algunos de sus escritos llegaron a manos de las autoridades de varios países. Esto ayudó a aliviar un poco la persecución y la animadversión contra los hermanos, quienes consiguieron algún grado de libertad de culto.

Menno Simon murió de muerte natural en 1559. No obstante, debido a su gran influencia entre los hermanos anabaptistas, las congregaciones en las que trabajó comenzaron a llamarse, posteriormente, ‘menonitas’, algo con lo que, probablemente, él mismo no hubiese estado de acuerdo.

Legado

El valiente testimonio de los hermanos anabaptistas dejó una herencia invaluable para los creyentes que vinieron después. A ellos se debe la recuperación de la verdad de la iglesia como constituida por asambleas formadas exclusivamente por creyentes regenerados, separadas del mundo e independientes del estado, participativas y abiertas a la comunión con todos los que son de Cristo, en la sencillez de la enseñanza del evangelio. Regaron la semilla de la libertad cristiana con la sangre de sus mártires. En siglos posteriores otros creyentes tomarían la bandera de la causa anabaptista y la llevarían más adelante, en las así llamadas iglesias ‘no conformistas’ e ‘independientes’.

Además, su determinado pacifismo se levantó en medio de la intolerancia y fanatismo de su tiempo, como un imperecedero testimonio de cuál puede y debe ser siempre el verdadero espíritu del evangelio, cualesquiera que sean los tiempos, las épocas y las circunstancias.

Por último, al enfatizar la necesidad de una vida de santificación práctica y real, ayudaron a equilibrar los excesos de la enseñanza de la «justificación por la fe» entre los protestantes, que en muchos casos tendía a hacer de esta el único elemento de la salvación, olvidando la regeneración y los frutos de santificación como parte de una vida verdaderamente salva.

Es difícil no ver en la amarga y cruel persecución que tiñó de sangre su historia, el odio y la hostilidad del príncipe de este mundo, que está determinado a estorbar el testimonio de Cristo en esta tierra; pero también, la persistente fidelidad de Dios, que siempre se ha reservado un testimonio fiel y ha conducido a su pueblo aún a través de las noches más largas y oscuras.

Como está escrito: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida».