Erasmo, precursor y pacificador


No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.

Entre la abigarrada multitud de personajes destacados del siglo XVI –entre los cuales destacan, sin duda, los reformistas y contrarreformistas–, Erasmo de Rotterdam ocupa, para nosotros, desde una perspectiva exclusivamente religiosa, un lugar muy secundario. Sin embargo, en su siglo no fue así. Al contrario, de todos los hombres que influyeron en la génesis de la Reforma Protestante, Erasmo ocupa un lugar principal. Aunque siempre se mantuvo como tras bastidores, como un intelectual recluido entre cuatro paredes, sus cartas con las principales figuras políticas y culturales de la época, y sus libros, ayudaron a crear las condiciones para que la revolución religiosa que habría de venir fuera posible.

Erasmo de Rotterdam nació en Gonda, cerca de Rotterdam, en 1466. Fue hijo ilegítimo de un seminarista próximo a ordenarse y de su ama de llaves. Sus padres fallecieron cuando Erasmo contaba 14 años aproximadamente (en 1483) en una grave epidemia de peste.

Su educación temprana la recibió entre los «hermanos de la vida común», con quienes aprendió la Devotio Moderna, que se enfocaba en los aspectos prácticos de la espiritualidad cristiana, como la oración, el estudio de la Escritura, el ejemplo de Cristo y la meditación. De esta manera, estuvo vinculado desde el principio, con una larga tradición de creyentes y místicos medievales, que buscaron acercarse directamente a Dios, sin mediadores e intermediarios, de una manera simple y sencilla.

Los hermanos de la vida común estaban, además, estrechamente emparentados con los «Unitas Fratum» de Bohemia. De hecho, Erasmo estudió en una de las escuelas que estos últimos fundaron en Deventer. Así, su carrera se entronca con una larga corriente de hermanos que mantuvieron en alto la antorcha de la fe en los días de mayor oscuridad y persecución, para los cuales los evangelios eran más preponderantes que las epístolas y la práctica cristiana más que la teología; énfasis que habría de plasmarse hasta cierto punto en el movimiento anabaptista y, después de ellos, en los moravos.

Más tarde, Erasmo ingresó sin vocación en el convento de los agustinos de Steyn, siendo ordenado sacerdote el mismo año que Colón llegaba a América. En el convento se encontraba la mayor biblioteca clásica del país, así que las mejores horas las dedicaba el joven Erasmo a la lectura y a la pintura.

Erasmo nunca encontró agrado en el oficio sacerdotal; de hecho, jamás lo ejerció. Con gran habilidad, se las arregló para no llevar traje sacerdotal, y evitar los rígidos ejercicios piadosos y la disciplina de los conventos. Más tarde obtuvo una dispensa papal para vivir y vestir como un erudito laico.

Formación del humanista

A los 26 años de edad se escabulle del claustro, pero no renunciando a los hábitos, sino obteniendo un puesto como secretario del obispo de Cambray, que viajaba a Italia. Así tuvo ocasión de conocer personalidades de la cultura y de la iglesia, y sobre todo, pudo dedicarse con pasión a sus estudios clásicos. Al cabo de un tiempo, obtuvo beca y pensión para viajar a Paris a continuar sus estudios de teología.

En un viaje a Inglaterra a fines de 1499 conoce a John Colet, que a la sazón daba una conferencia sobre los escritos de Pablo. Esto despertó en Erasmo el deseo de conocer más profundamente las Escrituras.

En 1500, Erasmo publicó sus «Adagios», que consisten en más de 800 frases, máximas o refranes derivados de la tradición grecolatina, junto con notas acerca de su origen y su significado. La hábil selección de Erasmo ahorraba a los señoritos de la sociedad el trabajo de leer a los clásicos. La mayoría de esos refranes se siguen utilizando el día de hoy.1 Erasmo trabajó en los «Adagios» durante el resto de su vida, a tal punto que la colección creció en 1521 hasta contener 3.400 de ellos, siendo 4.500 al momento de su muerte. El libro mereció más de 60 ediciones, una cifra sin precedentes para el año 1500.

Fue en Inglaterra que descubrió Erasmo su paraíso y su verdadera vocación. Allí era admirado sin reparos ni menosprecios de clase. Era reconocido como intelectual, por su elegante latín, por su arte de conversador. Se hizo amigo de las más connotadas figuras de la intelectualidad: Tomás Moro, John Fisher, John Colet; en tanto que los arzobispos Warham y Cranmer fueron sus protectores. En Inglaterra adquiere el roce social y el sentido de universalidad que el mundo admirará más tarde.

Sin embargo, Erasmo no se hace inglés. Se le ofreció un puesto vitalicio en el Colegio de la Reina de la Universidad de Cambridge y, de desearlo, hubiese podido pasar el resto de su vida enseñando Ciencias Sagradas a lo mejor de la realeza y la nobleza inglesas. Sin embargo, su naturaleza inquieta y trashumante y su aversión a la rutina, lo hicieron declinar ese cargo y todos los que se le ofrecerían en el futuro. Era un cosmopolita, y como tal, sus afectos estaban en todas partes y con todas las gentes que amaban el saber.

En 1503 Erasmo publica el primero de sus libros más prominentes: el «Manual del Soldado Cristiano». En este pequeño volumen Erasmo delinea los principales aspectos de la vida cristiana. La clave de todo, dice en el libro, es la sinceridad. El Mal se oculta dentro del formalismo, del respeto por la tradición, y del consumo, pero nunca en la enseñanza de Cristo.

Durante toda su vida, Erasmo fue un enemigo de toda institucionalidad, especialmente religiosa. Identificaba el ceremonial de la Iglesia con el ámbito de la apariencia y la irrealidad. En sus investigaciones, sus fuentes no fueron las que comúnmente se aceptaban, lo que sentó las bases para un pensamiento libre y sin las ataduras académicas en boga. Aborrecía los métodos disciplinarios severos en las escuelas, porque eran aplicados por personas –monjes en su mayoría– que vivían en una evidente «relajación moral».

Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia. Mientras obtenía su doctorado en la Universidad de Turín, comprobó que el espíritu medieval dominaba las estructuras de pensamiento y la praxis del mundo académico. El pensamiento, según la visión de Erasmo, había retrocedido a los primeros siglos. Desde entonces fue un incansable luchador contra el anquilosamiento ideológico que imperaba en todas las instituciones intelectuales, políticas y sociales de su época. Con las ideas de los agustinos y algunos conceptos de John Colet comenzó a analizar el núcleo esencial de los textos clásicos, modernizando sus contenidos para que cualquiera pudiese penetrar su significado.

Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia, la mayor parte del tiempo trabajando en la editorial de Aldus Manutius en Venecia. Nuevamente le ofrecieron cargos serios y ventajosos, especialmente como educador, a lo cual él respondía que prefería no aceptarlos, porque lo que ganaba en la casa editora, si bien no era mucho, le resultaba suficiente.

A partir de estas conexiones con universidades y literatos, Erasmo comenzó a rodearse de quienes pensaban igual que él en cuanto a rechazo por los procedimientos y sistemas establecidos (en especial la Iglesia misma). Sin embargo, no todos simpatizaban con él: había quienes eran hostiles a los principios de elevación literaria, espiritual y religiosa que postulaba. Estos opositores comenzaron a criticarlo tanto en público como en privado, y puede que hayan sido la causa por la cual el Erasmo abandonó Italia y se refugió en Basilea, Suiza.

Su obra maestra

Cuando viajaba desde Italia escribió su obra más conocida: «El elogio de la locura», en 1509. En ella Erasmo se vale de un artificio para poder criticar las instituciones, desde el papado hacia abajo, sin pagar el precio por ello. En su libro, Erasmo no habla por sí mismo, sino que, en lugar suyo, hace que la Stultitiae, la Locura, las diga. De ello se deriva una divertida situación, pues no se sabe nunca quién es, en realidad, el que tiene la palabra. ¿Habla Erasmo seriamente, o habla la Locura en persona, y a la cual hay que perdonarle hasta lo más descarado – porque al fin de cuentas, ¿quién puede tomar en serio a un loco?

En tiempos en que imperaba la intolerancia –no olvidemos a la todopoderosa Inquisición– era esa la única forma de decir lo que todo el mundo veía pero que nadie se atrevía a denunciar. La Locura pronunciaba lo que les quemaba secretamente a cientos de miles de hombres. El libro encantó a todos – incluso a los que acusaron el golpe. «Burla burlando», sus precisas caricaturas no dejaron títere con cabeza.

Para Erasmo, todos los hombres y las instituciones religiosas estaban bajo el gobierno de la Locura, porque se habían apartado del verdadero cristianismo. Por eso, se debía huir de las apariencias, de ese teatro de la inautenticidad, y recobrar la espiritualidad primigenia a través de una sincera vivencia individual.

La Locura decía en parte de su discurso: «Si los sumos sacerdotes, los papas, los representantes de Cristo, se esforzaran por ser semejantes a él en su vida, si sufrieran la pobreza, soportaran sus sufrimientos, participaran de su doctrina, tomaran consigo su cruz y su desprecio del mundo, ¿quién sobre la tierra sería más digno de lástima que ellos? ¡Cuántos tesoros perderían los padres santos si la sabiduría, si un solo grano de la sal de que habla Cristo, se apoderase una sola vez de su espíritu! En lugar de aquellas inmensas riquezas, aquellos divinos honores, la distribución de tantos empleos y dignidades, de tan numerosas dispensas, de tan diversos impuestos y de goces y placeres tan diversos, se presentarían noches sin sueño, días de ayuno, oraciones y lágrimas, ejercicios de devoción y mil otras molestias».

A veces el tono pasa de liviano a grave, y asestaba un golpe más profundo: «Como toda la doctrina de Cristo predica la dulzura, la paciencia y el desprecio de todo lo terreno, aparece claramente ante los ojos lo que esto significa. Cristo desarma de tal modo a sus embajadores, que les recomienda que se despojen no sólo de su calzado y de su blusa, sino también de su túnica, a fin de que entren desnudos y libres de todos los bienes en la carrera evangélica. No les deja llevar sino su espada, pero esta espada no es aquella llena de mal de que se arman los bandidos y los parricidas, sino la espada del espíritu, que penetra hasta el fondo más íntimo del alma y que de un solo golpe corta en ella todas las pasiones, para que en adelante sólo la piedad florezca en el corazón».

Este libro, en apariencia una farsa, es –como escribe un comentarista– uno de los libros más peligrosos de su tiempo, y fue en realidad la explosión que dejó libre el camino a la Reforma.

Pero el espíritu refinado de Erasmo no abogaba por una reforma abierta y violenta. Él propugnaba un renacimiento de la piedad y la pureza en el seno de la Iglesia Organizada, lejos de las exterioridades y frivolidades. Vale decir, una «reforma desde adentro». Erasmo nunca renunció a la Iglesia de Roma, y siempre mantuvo un declarado respeto hacia los prelados.

Erasmo no reñía por detalles de doctrina, sino que enfatizaba lo grueso y medular. Se limitaba a acentuar que la observancia de las formas externas, en sí mismas, no son la verdadera esencia de la piedad cristiana, que únicamente en lo interior se decide la verdadera medida de la fe del ser humano. Más decisivo que la nimia observancia de todos los ritos y plegarias, que todos los ayunos y que oír todas las misas, es la dirección personal de la vida en el espíritu de Cristo.

Un retorno a las fuentes

Como hombre culto y profundamente cristiano, Erasmo buscó conciliar las bonae litterae con las sacrae litterae. Y para poder hacerlo, se propuso explorar las fuentes originales del cristianismo, porque allí fluía limpio y puro el evangelio sin la mezcla de ningún dogma ni tradición. Erasmo mostró cuánto se había devaluado el sentido original de las Escrituras y de qué modo las autoridades exegéticas se habían valido de su poder y autoridad para hacerlo.

En 1504, trece años antes de Lutero, Erasmo escribió: «No soy capaz de expresar cómo me dirijo hacia los libros sagrados con alas desplegadas, y cómo me repugna todo lo que me aparta de ellos, o por lo menos, me estorba». Erasmo pensaba que la vida de Cristo, tal como es referida en los Evangelios, no debía seguir siendo por más tiempo privilegio de los religiosos y de la gente que sabía latín. Todo el pueblo podía y debía participar de ella, «el aldeano debe leerla detrás de su arado, el tejedor en su telar»; la mujer en su enseñanza a los hijos.

Para poder llevar a cabo esta magna obra de traducción de la Biblia a las lenguas nacionales, Erasmo percibe que también la Vulgata, la única versión latina de la Biblia existente, consentida y aprobada por la Iglesia, había experimentado desfiguraciones y contenía demasiadas inexactitudes. La versión que él visualiza no debía tener ninguna mancha terrena, ningún sesgo particular. Así, actualiza cuidadosamente una versión griega del Nuevo Testamento, y lo traduce al latín, acompañando sus innovaciones con un minucioso comentario crítico.

Esta nueva traducción de la Biblia que apareció simultáneamente en griego y en latín, en 1516, en Basilea, es un nuevo paso hacia la revolución que ya se incubaba. En un gesto de profunda ironía, y de sutil diplomacia, Erasmo dedicó su versión de la Biblia al papa León X, quien representaba todo lo que el escritor rechazaba en la Iglesia. El Papa la acepta, halagado, y responde afectuosamente con un: «Nos ha causado alegría». Incluso llega a alabar el celo con que Erasmo se dedicaba a las Sagradas Escrituras.

En esta nueva traducción se basó después Martín Lutero para llevar a cabo su estudio de la Biblia, en el cual cimentaría toda su teología posterior. Es por ello que el trabajo de Erasmo tuvo resonancias históricas que persisten hasta el día de hoy y se lo encuentra en la misma génesis del protestantismo. El texto griego publicado por Erasmo –conocido como «textus receptus»– es la base de todas las traducciones protestantes posteriores hasta principios del siglo XX.

Es también la base de la versión inglesa de la Biblia conocida como «Biblia King James», y de otras muchas versiones, como la Reina-Valera, en español. Tiene la particularidad de representar la primera aproximación de un sacerdote y académico libre, para comprender y traducir con certeza lo que los escritores bíblicos habían intentado expresar. Esta tarea no se había emprendido nunca en el pasado.

Apenas publicado el texto, Erasmo acometió de inmediato la redacción de su «Paráfrasis del Nuevo Testamento», la cual, en varios tomos y en un lenguaje popular, ponía al alcance de cualquiera los contenidos completos de los Evangelios, profundizando con precisión incluso en sus aspectos más complejos. Como toda la obra de Erasmo, el original estaba escrito en latín, pero su impacto en la sociedad renacentista fue tan grande que de inmediato se lo tradujo a todas las lenguas comunes de los países europeos. Erasmo aprobó y agradeció estas traducciones, porque comprendía que pondrían su obra al alcance de muchísima gente, algo que nunca podría lograr el original en lengua culta.

Trabajador incansable

Erasmo era un amante de los libros. Los amigos que él visitaba tenían siempre nutridas bibliotecas, y para él ese era el lugar de la casa más atractivo siempre. Solía decir: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si sobra algo, me compro ropa y comida». Los libros eran sus amigos silenciosos y no violentos, y su trato con ello fue más que frecuente.

Erasmo desarrolló una rara habilidad para escribir, y para hablar sobre temas controversiales con galanura y elegancia. Un biógrafo explica: «Por la décima parte de las audacias que Erasmo expuso en su época, otros fueron llevados a la hoguera; pues las exponían torpemente y sin miramientos, pero los libros de Erasmo eran acogidos con grandes honores por los papas y príncipes de la iglesia, por reyes y por duques, gracias a su arte literario y huma-nístico de envolver las cosas, Erasmo deslizó de contrabando en los conventos y las cortes de los príncipes toda la materia explosiva de la Reforma».

De salud y gustos delicados, era no obstante, un trabajador incansable. Simultáneamente escribía varios libros, y los publicaba con igual profusión. Dormía poco y trabajaba mucho. «Escribía en sus viajes, en el traqueteante carruaje; en toda posada la mesa se convertía al instante en pupitre de trabajo». Estaba al día de todo lo que ocurría en el mundo cultural y político de su tiempo. Su palabra, aunque aguda, era siempre mesurada y sabia; su opinión era valorada por todos los hombres cultos de su época, no importa de qué partido o bando fuesen. Su claro entendimiento siempre arrojaba luz sobre las cosas, ordenándolas y simplificándolas.

Pero Erasmo fue hombre de reflexión y estudio, no un hombre de acción. Él alumbró el camino a muchos, pero no siempre lo recorrió él mismo.

El mundo se rinde a sus pies

En el período comprendido entre sus cuarenta y cincuenta años de edad, Erasmo alcanza el cenit de su gloria.

Todo el mundo le alaba y se rinde a sus pies. Si en el pasado él buscaba el favor de los grandes, ahora son los grandes quienes buscan su favor. Emperadores y reyes, príncipes y duques, ministros y hombres de letras, papas y prelados, compiten por alcanzar el favor de Erasmo. Carlos V le ofrece un asiento en su consejo; Enrique VIII quiere ganarlo para Inglaterra; Fernando de Austria para Viena; Francisco I para París; De Holanda, Brabante, Hungría, Polonia y Portugal vienen las propuestas más seductoras; cinco universidades se disputan el honor de ofrecerle una cátedra; tres papas le escriben epístolas respetuosas. Jamás un hombre particular poseyó en Europa un poder universal tan grande, en virtud sólo de sus valores intelectuales y morales. En su cuarto se amontonan ricos presentes. Erasmo, a un tiempo prudente y escéptico, acepta cortésmente estos honores, pero no se vende. Se mantiene independiente y libre. No quiere ser amo ni siervo de nadie.

Es difícil de explicar un fenómeno como éste en nuestro siglo. Erasmo era más que un fenómeno literario; llegó a ser la expresión simbólica de los más secretos anhelos espirituales colectivos. Era la figura del humanista cristiano, universal, no adscrito a partido alguno, piadoso, sabio, ponderado, y a la vez audaz, capaz de decir lo que nadie se atreve a decir, y decirlo con galanura, elegancia – ese fino estilo clásico tan admirado en su tiempo.

Este firme anhelo de ser libre, de no querer atarse a nadie, hizo de Erasmo un nómada durante toda su vida. Infatigablemente, viajó por toda Europa. Nunca fue rico, pero nunca pobre, nunca estuvo atado ni a esposa ni a hijos. No ansiaba ser soberano de nadie, ni tampoco súbdito de nadie.

Como se ha dicho, la publicación bilingüe del Nuevo Testamento en griego y latín, sirvió a Lutero y a los reformistas para un estudio más objetivo de las Escrituras. Lutero admiraba a Erasmo, y cuando Lutero publicó sus 95 tesis, Erasmo pudo percibir claramente la valentía y temeridad del joven agustino. «Todos los buenos aman la sinceridad de Lutero», dijo. «Lutero ha censurado muchas cosas de modo excelente, pero es una lástima que no lo haya hecho con mayor mesura. Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al mundo».

Lo que preocupaba a Erasmo no eran las tesis de Lutero, sino el tono de la elocuencia, el acento ampuloso y exagerado que aparece en todo lo que escribía y hacía Lutero. Dado su carácter pacífico y prudente, Erasmo hubiera preferido una discusión académica, circunscrita al círculo de las gentes instruidas. En cambio Lutero, que era puro corazón y vehemencia, hacía las cosas de manera muy diferente. Erasmo pensaba que el hombre espiritual sólo debía formular claramente las verdades, para que éstas sean las que hagan el trabajo, y no tener que sacar la espada para defenderlas.

Desde el principio, Lutero se esforzó por ganarse el apoyo de Erasmo. Por sugerencia de Melanchthon, le escribió el 28 de marzo de 1519, una carta muy encomiástica; pero la respuesta de Erasmo no fue la que aquél esperaba. En su parte final, Erasmo contestó: «En cuanto cabe, me mantengo neutral para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una reserva hábil que con una intervención violenta». Y acto seguido aconseja a Lutero que guarde moderación.

Lutero transformó los planteamientos de Erasmo en un ataque contra el papado. Como dicen los teólogos católicos: «Erasmo puso los huevos que empolló Lutero». (A lo que Erasmo habría de responder con la no menos conocida ironía: «Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase»). Donde uno abrió prudentemente la puerta, el otro se precipitó con toda impetuosidad; y el mismo Erasmo tuvo que confesar, dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos».

Lo que los separaba, a juicio de Erasmo, era el método. Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se encontraba en peligro de muerte, que perecía internamente a causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe un lento y progresivo tratamiento, Lutero se lanza a realizar un corte sangriento. Erasmo afirmaba: «Mi firme decisión es de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe».

Existía, con todo, una diferencia más profunda. El gran abismo que los separó definitivamente fue su visión de lo que realmente necesitaba ser reformado: Para Erasmo eran la moral y la conducta depravada y escandalosa del clero; para Lutero, era la teología misma, que hacía depender la salvación de los méritos humanos y no de la «sola» gracia.

Al parecer, en este punto, la razón estaba del lado de Lutero. La Cristiandad no solo había trastocado la moral del cristianismo, sino también su misma esencia. Por supuesto, el monergismo1 extremo de Lutero en este aspecto, como se explica más adelante, terminó por alejar al ‘humanista’ Erasmo de sus planteamientos, quien, como todo buen renacentista, no podía tolerar una visión tan negativa de la condición humana.

Erasmo, el pacifista

Erasmo prevé que la pelea que está librando Lutero puede traer consecuencias religiosas y sociales impredecibles, y trata vanamente de evitarlo.

En medio de todo un ambiente enfervorizado, Erasmo representa la razón y la prudencia. Armado solamente de su pluma, defiende la unidad de Europa y la unidad de la Iglesia contra lo que él considera es la ruina y el aniquilamiento.

Erasmo inicia, entonces, su misión de mediador con el intento de apaciguar a Lutero. «No siempre debe ser dicha toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga». Intenta hacerle ver que él está enseñando el evangelio de manera poco evangélica. «Desearía que Lutero, durante algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Erasmo temía que las cuestiones teológicas, discutidas a gritos delante de las muchedumbres inquietas y acostumbradas a las pendencias, podría producir una rebelión social sangrienta.

Pero tal como Erasmo aconseja a Lutero la prudencia y la moderación, escribe al papa y los obispos para aconsejar también. Les dice que tal vez se haya procedido con excesiva dureza al enviar a Lutero la bula de excomunión; que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre totalmente honrado, cuya conducta en general es loable. «No todo error es por ello una herejía. Ha escrito muchas cosas más bien precipitadamente que con mala intención».

Erasmo era un convencido pacifista. No menos de cinco escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas luchas. Uno de sus adagios dice: «Sólo es dulce la guerra para quienes no la han experimentado». Sus denuncias eran categóricas: «Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial, necio y anticristiano el que se hable contra la guerra». Erasmo reprocha fuertemente a la Iglesia por haber renunciado a la paz: «¿No se avergüenzan los teólogos y maestros de la vida cristiana de ser los principales incitadores, promotores y fomentadores de aquello que nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande?» – exclama con ira. «¿Cómo pueden reunirse el báculo episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?». Para Erasmo, el ‘eclesiástico belicoso’ no es otra cosa que una contradicción a la Palabra de Dios.

Pero ni Lutero ni Roma escuchan la voz del pacificador. Los ánimos estaban encendidos, y nada los podría apagar. Mucha sangre habría de derramarse, puesto que cada uno de los bandos olvidó completamente las más profundas enseñanzas del evangelio. Cuando los argumentos no bastaron, la espada comenzó a hablar.

Erasmo vive días difíciles. No puede defender con sincero corazón a la iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue el primero en censurar sus abusos y exigió su renovación; pero tampoco puede alinearse con los protestantes, porque no llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han convertido en rudos fanáticos. «Ellos se alzan como los únicos interpretes de la verdad. En otro tiempo, el evangelio volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos, pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los maldicientes. Pero éstos ahora, exaltados y sin control, cometen toda clase de atropellos y hablan mal de la autoridad. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni una chispa de espíritu evangélico».

Todos pretenden ganar a Erasmo para su causa, pero él no se casa con ninguno. Tampoco los desecha; antes bien, escribe cartas pacifistas a uno y otro lado. Justifica así su postura: «No puedo hacer otra cosa sino odiar la discordia y amar la paz y la comprensión entre las gentes, pues he reconocido cuán oscuro son los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío, para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos combatieran por la victoria de la causa cristiana y del evangelio de la paz, sin violencias, y sólo en el sentido de la verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de acuerdo ... Pero si alguien desea enredarme en la confusión, no me tendrá consigo como guía ni como compañero».

En una carta dirigida a un fanático amigo, que es rechazado por ambos partidos, y que busca su apoyo, le dice: «En muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en ningún asunto partidista ... amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido».

Pero, el no tomar partido fue una jugada peligrosa, porque se sabe que los indecisos son atacados por igual por cualquiera de los bandos en pugna, o por ambos a la vez.

Una discusión teológica

Las presiones eran tan grandes sobre Erasmo, que en 1524 se decide a escribir una obra que trata un tema meramente académico pero en el que muestra su controversia con el luteranismo: De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío). Lutero era un recalcitrante agustiniano en lo referente a la predestinación. Para Lutero, la voluntad del hombre permanece siempre cautiva de la voluntad de Dios. No le atribuye ningún gramo de libertad, pues todo lo que realiza ha sido previsto por Dios; por medio de ninguna obra, de ningún arrepentimiento, puede el hombre alzar su voluntad y libertarse de esa trabazón: únicamente la gracia de Dios es capaz de dirigir al hombre al buen camino.

Erasmo no pensaba exactamente así. En uno de sus libros publicado en 1524, él declara no tener «gusto alguno por establecer afirmaciones inconmovibles», que siempre se inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, acepta someterse a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia. Por otra parte –continúa– en las Sagradas Escrituras estos conceptos están expresados de un modo misterioso y que no puede ser profundizado por completo; por ello, encuentra también peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la libertad de la voluntad humana.

Esto no significa, según Erasmo, que la afirmación de Lutero sea totalmente falsa, pero tiene reparos hacia la afirmación de que todas las buenas obras que haga el hombre no produzcan fruto alguno ante Dios y sean superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría aún para los hombres el realizar el bien? Se debería dejar siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e injusto. Y agregaba: «Me adhiero a la opinión de aquellos que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra el Caribdis del fatalismo». Erasmo pensaba que la responsabilidad personal es necesaria para que el hombre no se convierta en un ser negligente e impío.

La verdad es que Lutero llegó a una postura casi antinomianista2 con su afirmación, «simultáneamente justo y pecador» al explicar la doctrina de la justificación. El planteamiento de Lutero, sin ser errado, era incompleto, y derivó fácilmente en una especie de nominalismo exterior y sin realidad entre algunos de sus seguidores. La solución que propuso Erasmo era una especie de compromiso intermedio entre el catolicismo y el protestantismo de sus días. La voluntad está corrompida, pero no completamente, de manera que aún quedan rastros de libre arbitrio en el hombre. La gracia de Dios libera al libre arbitrio, para que este coopere con ella. Decía Erasmo a los luteranos: «Concordemos en que somos justificados por la fe, esto es, que los corazones de los fieles son justificados por la fe, con tal de que reconozcamos que las obras de caridad son esenciales para la salvación».

Ahora bien, se debe reconocer que Lutero había captado algo de la esencia del evangelio que tal vez Erasmo nunca llegó a captar. Su grito «sola fe, sola gracia y sola Escritura», no era un simple desacuerdo sobre ‘pormenores’, sino un asunto que tocaba la médula misma de la fe. Quizás no se pueda simpatizar con la vehemencia extrema con que Lutero defendió sus puntos de vista, pero sí con su ardor por defender la esencia del evangelio, que para él había sido la luz misma de la revelación divina después de la oscuridad.

Pero, Lutero no habría de perdonar tal desacuerdo de Erasmo, y desde ahí en adelante lanza fuertes diatribas contra él. Lo califica de «hombre astuto y pérfido que se ha mofado juntamente de Dios y de la religión», y que «día y noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se piensa que ha dicho mucho, no ha dicho nada». Con furia, les dice a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil años jamás hubo otro alguno».

Huyendo del furor de las pasiones

Erasmo, entre tanto, busca la tranquilidad para dedicarse a sus labores académicas. Sin embargo, aún Basilea es alcanzada por la furiosa ola. La muchedumbre asalta las capillas y quita las imágenes. Erasmo se ve obligado a emigrar otra vez.

Su próximo destino será Friburgo, en Austria. «Por lo que veo mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa, mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a ambas partes», decía. En Friburgo, los amigos le reciben con un palacio dispuesto, pero elige vivir en una casita pequeña junto a un convento de frailes, para trabajar allí en silencio y morir en paz.

La historia no podía crear un símbolo más grandioso para este hombre de consensos, que en ninguna parte es aceptado porque no acepta inscribirse en ningún bando: de Lovaina tuvo que huir porque la ciudad era demasiado católica; de Basilea, porque llegó a ser demasiado protestante.

Desde su casa en Friburgo, Erasmo contempla a la distancia cómo la violencia aumenta cada día. Entre Roma, Zurich y Wittenberg se guerrea bárbaramente; entre Alemania, Francia y Francia e Italia y España se suceden infatigablemente las campañas militares, como errantes tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de guerra y pendón para acciones militares.

Ya no tiene sentido seguir siendo un mediador y reconciliador en una época así. La humanidad culta, hermanada por la fe y la cultura, es un sueño que se rompe definitivamente para Erasmo. Nadie aspira a comprender a otro, las doctrinas se lanzan a la cara del enemigo como si fueran estiletes.

Su propia figura ha caído en el descrédito. En París queman a su amigo y traductor; en Inglaterra sus amigos Tomás Moro y John Fisher caen bajo la guillotina. Cuando Erasmo recibe la noticia, balbucea débilmente: «Es como si yo hubiese muerto con ellos». Zuinglio, con quien ha intercambiado cartas y palabras amables, había sido muerto a mazazos en Kappel; Tomas Münzer fue martirizado horriblemente. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a los predicadores se les despedaza con tenazas al rojo, y los queman amarrados al poste de los herejes; queman los libros, queman las ciudades.

Decepcionado y triste, Erasmo está cansado de la vida. «Mis enemigos aumentan, mis amigos desaparecen». Entonces surge de sus labios la súplica «que Dios me llame por fin hacía sí fuera de este mundo lleno de furor».

No obstante, Erasmo continuó en Friburgo con su incansable actividad literaria, llegando a concluir su obra más importante de este período: el «Eclesiastés» (o ‘Qohelet’, llamado ‘El Predicador’), paráfrasis del libro bíblico del mismo nombre, en la cual el autor afirma que la labor de predicar es el único oficio verdaderamente importante de la fe católica. Este concepto, curiosamente, es típicamente protestante.

Por motivos que los historiadores no han logrado desentrañar, Erasmo se desplazó poco después de la publicación de este libro a la ciudad de Basilea una vez más. Hacía seis años que había partido, y de inmediato se amalgamó a la perfección con un grupo de teólogos (anteriormente católicos) que ahora analizaban pormenorizadamente la doctrina luterana.

Esto marcó aún más distancia con el catolicismo, que Erasmo mantendría hasta su muerte. De hecho, todas las obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el «Índice de Obras Prohibidas» por el Concilio de Trento.

Erasmo murió en Basilea en 1536. Al morir, el humanista que toda la vida ha hablado y escrito en latín, olvida súbitamente esta lengua habitual, y balbucea en su lengua materna: ‘Lieve God’, aprendido de niño en su patria. La primera y la última palabra de su vida tienen idéntico acento holandés.

Su legado

La venerable figura de Erasmo como cristiano y como intelectual, que debió haber tenido una amplia aceptación y reconocimiento de todos, fue vilipendiada por los principales actores de su tiempo, a causa de la turbulencia de las pasiones desatadas en aquellos días. Recibió un pago injusto por parte de aquellos mismos a quienes intentó ayudar. Sin embargo, nosotros, ubicados bastantes siglos después, podemos ver en Erasmo lo que ellos no vieron. Ver en él a un precursor, no sólo de la Reforma, sino de la unidad de la Iglesia. Un hombre que tuvo una actitud de integración, más que de división; de comunión más que de separación; de enfatizar lo esencial por sobre lo secundario; de valorar al otro antes que juzgarlo.

Por eso, casi involuntariamente, jugó un papel muy importante en la Reforma Protestante y más aún, en la llamada Reforma Radical de los Anabaptistas, quienes recogieron algunas de sus principales enseñanzas. Baltasar Hubmaier, unos de sus líderes, rechazó la persecución de ‘herejes’ y las guerras religiosas, como también la doctrina de la justificación casi nominalista de Lutero, pues para él, como para todos los anabaptistas, la verdadera justificación conduce a una vida visiblemente transformada.

Esta visión, que mantiene las ideas de Erasmo con respecto al libre albedrío, pero rechaza los resabios del catolicismo y sus obras meritorias, habría de influir profundamente en el desarrollo posterior, especialmente de las llamadas iglesias no conformistas, el pietismo, y los metodistas wesleyanos, anticipando casi en cien años el pensamiento de Jacobo Arminio. Aquí yace en parte la importancia de Erasmo en el camino de restauración de la iglesia, pues ayudó a equilibrar la visión extrema del protestantismo, para el cual Agustín de Hipona era el epítome del pensamiento cristiano.

Evidentemente, los actores de los hechos que llenaron el siglo XVI y siguientes, en aquellas terribles guerras religiosas, no interpretaron el espíritu del Evangelio. La historia ha ofrecido el púlpito a unos y otros para avergonzarse y pedir perdón por los excesos cometidos. Al mirar hacia atrás sin apasionamientos, Erasmo se nos aparece como un hombre que interpretó mejor que nadie el espíritu pacifista del verdadero evangelio.