Charles T. Studd. El joven rico que se hizo pobre

La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.

Charles T. Studd nació en el seno de una aristocrática familia inglesa en el año 1860. Su padre, Edward, era un entusiasta deportista, hasta que se convirtió a Cristo en una campaña del predicador norteamericano D. L. Moody. Desde entonces sus intereses cambiaron completamente, y se hizo un fervoroso testigo de Cristo entre sus amigos y conocidos. Intentó por todos los medios de que sus tres hijos, conocidos jugadores de críquet, se entregaran a Cristo también, pero ellos le rehuían.

Conversión y primeros pasos

Sin embargo, no pudieron escapar de la mano de Dios, que utilizó a un amigo de su padre para conducirlos al Señor. Fue así como recibieron a Cristo el mismo día, aunque separadamente, sin que ninguno supiese de la conversión del otro.

Charles lo relata así: «Cuando estaba por salir a jugar críquet, el Sr. W. me tomó desprevenido y preguntó: «¿Eres cristiano?», yo contesté: «No soy lo que usted llama cristiano, pero he creído en Jesucristo desde que era pequeño, y por supuesto, creo en la Iglesia también». Pensé que al contestar tan de cerca lo que pedía me libraría de él, pero se me pegó como un lacre, y dijo: «Mira, de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. ¿Crees que Jesucristo murió?». «Sí». «¿Crees que murió por ti?», «Sí». «¿Crees la otra mitad del versículo: ‘mas tenga vida eterna’?». «No», dije, «no creo eso». Pero él agregó: «¿No ves que tu afirmación contradice a Dios? O tú o Dios no están diciendo la verdad, pues se contradicen mutuamente. ¿Cuál es la verdad? ¿Crees que Dios miente?». «No», dije. «Pues bien, ¿no te contradices creyendo sólo la mitad del versículo y no la otra?». «Supongo que sí». «Bueno», agregó, «¿vas a ser siempre contradictorio?». «No, supongo que no siempre». Entonces preguntó: «¿Quieres ser consistente ahora?». Vi que me había arrinconado y empecé a pensar: Si salgo de esta pieza acusado de voluble, no conservaré mucho de mi dignidad, de manera que dije: «Sí, seré consecuente». «Bueno, ¿no ves que la vida eterna es una dádiva? Cuando alguien te da un regalo para Navidad, ¿qué haces?». «Lo tomo y le doy gracias». Dijo: «¿Quieres dar gracias a Dios por este regalo?». Entonces me arrodillé, di gracias a Dios, y en ese mismo instante Su gozo y paz llenaron mi alma. Supe entonces lo que significaba «nacer de nuevo», y la Biblia, que me había resultado tan árida antes, vino a ser todo para mí».

Los hermanos Studd obtenían muchos logros deportivos, y al mismo tiempo testificaban con firmeza de su fe en el Señor Jesucristo. La única excepción era Charles. «En lugar de ir a contar a otros del amor de Cristo, fui egoísta y mantuve ese conocimiento para mí mismo. La consecuencia fue que mi amor empezó a enfriarse y el amor del mundo empezó a entrar. Pasé seis años en ese triste estado».

Mientras él cobraba fama en el mundo del críquet, dos cristianas ancianas empezaron a orar para que fuera traído de vuelta a Dios. La respuesta vino repentinamente. Uno de sus hermanos, George, enfermó gravemente. Charles estuvo continuamente a su cabecera, y mientras estaba allí, estos pensamientos vinieron a su mente: «¿De qué valen la fama y los halagos? ¿De qué vale poseer todas las riquezas del mundo cuando uno está frente a la eternidad?». Una voz parecía contestarle: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».

Apenas tuvo oportunidad, fue a oír a D. L. Moody, que visitaba Inglaterra otra vez, y allí se reencontró con el Señor, volviéndole el gozo de su salvación. Comenzó a leer la Biblia, y a evangelizar a sus amigos, llevándolos a escuchar al famoso evangelista. Conoció también el gozo mayor, de conducir a otros a los pies del Señor.

Pronto debió enfrentar el dilema de qué haría con su vida. Intentó dedicarse a estudiar Derecho, pero sus inquietudes espirituales se lo impidieron. Leyó la Biblia, y buscó con ahínco toda bendición espiritual. Así, recibió la promesa del Espíritu Santo, y de la paz que excede todo entendimiento. Cayó a sus manos el libro «El secreto de una vida cristiana feliz», y se entregó enteramente al Señor, inspirado en los versos del conocido himno de Francis R. Havergal: «Que mi vida entera esté/ consagrada a ti, Señor». Comprendió que su vida había de ser una vida de fe, sencilla, infantil, y que su parte era la de confiar en Dios, no la de hacer. Dios obraría en él para hacer Su buena voluntad.

Misionero a China

Por este tiempo, Charles se sintió guiado por el Señor para ir como misionero a China. Al escuchar a Mr. McCarthy, de la Misión al Interior de la China, en su despedida para viajar a ese país, su corazón ardió de entusiasmo. Mientras buscaba la voluntad de Dios, percibió que la única cosa que lo podría detener era el amor por su madre. Pero leyó el pasaje: «El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí», el cual disipó sus dudas.

Sin embargo, surgió una tenaz oposición de toda la familia. Incluso les pidieron a obreros cristianos que intentaran disuadirle.

Una noche de grandes conflictos, recibió esta palabra del Señor: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y por posesión tuya los términos de la tierra» (Salmo 2:8). Supo que era la voz de Dios. Muchos dijeron que estaba cometiendo un error muy grande al ir a «enterrarse» en el interior de la China. Pero nada pudo torcer el curso que Dios había trazado para su vida.

Otra noche de gran agonía espiritual, estaba de pie en el andén de una estación, debajo de la luz titilante de una lámpara, y, desesperado, pidió a Dios que le diera un mensaje. Sacó su Nuevo Testamento, lo abrió y leyó: «Los enemigos del hombre serán los de su casa». Desde ese instante jamás miró hacia atrás.

Habiendo hecho la decisión, Charles tuvo una entrevista con Hudson Taylor, Director de la Misión al Interior de China, y fue aceptado como miembro.

Las consecuencias fueron imprevisibles. Su decisión causó un gran revuelo en la sociedad inglesa de la época, debido a que era muy conocido. Otros seis conocidos jóvenes deportistas y militares, entre ellos Stanley Smith, se unieron a él en esta misión. Llegaron a ser conocidos como «los siete de Cambridge». Tanta notoriedad alcanzó este asunto, que incluso la reina Victoria pidió ser informada sobre ellos.

Charles Studd y Stanley Smith fueron invitados a dar su testimonio a los estudiantes de la Universidad de Edimburgo. A la hora señalada, el salón estaba abarrotado. Fueron recibidos con grandes aplausos. A los jóvenes les impresionaba que la ‘religión’ no sólo fuera asunto de viejos poco viriles, sino que hubiese alcanzado a deportistas exitosos. Durante las charlas, una y otra vez los candidatos a misioneros fueron aplaudidos. Al final de la reunión, muchos se acercaron para oír más de Cristo. Así comenzó un gran movimiento de fe entre los jóvenes universitarios.

Posteriormente tuvieron que volver otra vez a Cambridge, donde se reunieron con más de dos mil estudiantes para escucharles. Algo similar ocurrió en otras de las grandes ciudades. Los jóvenes conferencistas estaban tan ansiosos por la responsabilidad que recaía sobre ellos, que a veces pasaban toda la noche orando. Cierta vez, su huésped les dijo a la mañana: «¡Oh, no debían incomodarse en hacer las camas!», sin imaginar que esas camas nunca habían sido deshechas.

En Leicester se encontraron con el famoso predicador y escritor F. B. Meyer, el cual fue grandemente impactado por el testimonio de los jóvenes. Una mañana muy temprano, Meyer descubrió que había luz en el dormitorio de ellos, por lo cual le dijo a Studd: «Ha madrugado usted». «Sí», respondió él, «me levanté a las cuatro de la mañana. Cristo siempre sabe cuando he dormido bastante y me despierta para disfrutar de un buen tiempo con él». Meyer le preguntó: «¿Qué ha estado haciendo todo este rato?». «Usted sabe, el Señor dice: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’, así que estaba leyendo todos los mandamientos del Señor que pude hallar y marcando los que he guardado, porque en verdad le amo». «Bien», dijo, y volvió a preguntar: «¿Cómo puedo ser semejante a usted?». Studd contestó: «¿Se ha entregado a Cristo, para que Cristo lo colme?». «Sí», dijo él, «lo he hecho de un modo general, pero no sé que lo haya hecho de manera particular». Studd respondió: «debe hacerlo de una manera particular también». Esa misma noche F. B. Meyer hizo una entrega específica y total a Cristo.

Las tres grandes reuniones de despedida para los siete jóvenes misioneros fueron arregladas por la Misión en Cambridge, Oxford y Londres. Ninguna descripción puede dar una idea adecuada del carácter extraordinario de estas reuniones. Por primera vez la sociedad londinense contemplaba un grupo de jóvenes selectos ofrendarse incondicionalmente al Maestro para su obra muy lejos de allí.

Partieron para China en febrero de 1885, cuando Charles tenía 25 años. Tres meses más tarde, sus propias madres no les hubieran reconocido. De oficiales y universitarios se transformaron en chinos, con trenzas, vestidos largos y túnicas de mangas largas, todo completo, pues de acuerdo con los principios de la Misión, creían que la única manera de alcanzar a los chinos del interior era haciéndose uno de ellos.

Con no poco humor, Charles cuenta la dificultad que tuvo cuando quiso conseguir zapatos para su medida, pues sus pies eran excesivamente grandes. «El primer zapatero que se hizo venir dijo que nunca había hecho un par como yo quería y huyó de la casa, rehusando terminantemente a emprender una obra tan grande. Se consiguió otro; y cuando los trajo, dijo que había hechos muchos pares de zapatos durante su vida, pero que jamás había hecho un par como éstos. Mis pies causan mucha gracia a la gente; en las calles, a menudo, los chinos los señalan y se ríen de buena gana».

Contrariamente a lo que podía esperarse de un joven acostumbrado a la comodidad, Charles se adaptó muy bien a las sencillas costumbres del pueblo chino. «¿Dónde están las penalidades chinas?» –decía– «No las podemos hallar; son un mito. Esta es realmente la mejor vida, sana y buena: bastante para comer y beber, saludables camas duras, y hermoso aire fresco. ¿Qué más puede desear un hombre?».

Sobre sus ejercicios espirituales decía: «El Señor es muy bueno y todas las mañanas me da una gran dosis de champaña espiritual que me tonifica para el día y la noche. Últimamente he tenido unos tiempos realmente gloriosos – escribía en febrero de 1886 –. Generalmente me despierto a eso de las 3.30 y me siento bien despejado; así, tengo un buen rato de lectura, etc., luego, antes de comenzar las tareas del día, vuelvo a dormir por una hora. Hallo que lo que leo entonces queda estampado indeleblemente en mi mente durante todo el día; es la hora más quieta; ningún movimiento ni ruido se oye, sólo Dios. Si pierdo esta hora me siento como Sansón rapado y perdiendo así su fuerza. Cada día veo mejor cuánto más tengo que aprender del Señor».

Entregando todo

Cuando Charles cumplió los 25 años de edad recibió en herencia de su padre más de 29.000 libras esterlinas. A la sazón él se encontraba en China. Decidió ser fiel a la Palabra, y dar ese dinero al Señor. Cuando acudió al Cónsul inglés para validar el poder que le permitiría hacerlo, éste se negó, por considerar disparatada la decisión. Le pidió que se tomara 15 días para pensarlo. Al cabo de ese tiempo, Charles volvió para firmar los documentos respectivos. Despachó 4 cheques de 5.000 libras cada uno, y cinco de 1.000, dejando una reserva de 4.000 para cubrir posibles errores. Los beneficiados con las 5.000 libras fueron D. L. Moody y su Instituto Bíblico en Chicago, George Müller, con sus Hogares para Huérfanos, de Bristol, Jorge Holland, que tenía un ministerio entre los pobres en Londres, y Booth Tucker, del Ejército de Salvación en la India. Otras cinco personas recibieron los cheques por 1.000 libras cada uno, entre ellos el general William Booth, del Ejército de Salvación. Poco después, cuando fue informado de que la herencia era aún mayor, agregó donaciones a la Misión al Interior de China.

Poco antes de su matrimonio, entregó el dinero restante a su novia. Pero ella, para no ser menos, le dijo: «Charles, ¿qué dijo el Señor al joven rico?». «Vende todo». «Bueno, entonces empezaremos bien con el Señor en nuestro matrimonio». Y luego escribieron al general Booth para donarle las últimas 3.400 libras esterlinas que les quedaban.

Tan sólo la eternidad revelará cuántos fueron despertados a seguir el verdadero camino del discipulado por el ejemplo de este «joven rico» del siglo XIX que dejó todo y le siguió. En la biografía de Studd, publicada por su yerno Norman P. Grubb, hay un testimonio muy elocuente: una foto de la «Tedworth House», el hogar de Studd en su juventud, que era una fastuosa mansión en medio de la campiña inglesa, y en un recuadro de la misma, aparece un boceto de la miserable cabaña de Studd en África al final de su vida. Bien podría titularse: «Del palacio a la choza». ¡Un enorme testimonio sin palabras!

Una ayuda idónea

Priscilla Livingstone Stewart llegó a China en 1887, como parte de un equipo de obreros nuevos del Ejército de Salvación. Era irlandesa, de hermosos ojos azules y cabello rubio. Hacía sólo un año y medio que se había convertido, en forma milagrosa.

Una noche en que había estado en una fiesta hasta la madrugada, tuvo un sueño que la habría de intranquilizar durante tres meses. Soñó que estaba jugando tenis, cuando súbitamente se vio rodeada de una multitud de personas. De pronto, se levantó entre esa multitud una Persona. Ella exclamó: «¡Pero si es el Hijo de Dios!». Entonces él, señalándola a ella, dijo: «Apártate de mí, pues nunca te conocí». La muchedumbre se disolvió, y quedó ella sola con sus amigos, que la miraban horrorizados. Después de resistir al Señor por tres meses, se rindió, cuando vio al Señor decirle: «Por mi llaga fuiste curada».

Desde ese día decidió que Jesús sería su Señor y su Dios. Poco después, mientras buscaba dirección para su vida, abrió la Biblia y vio, al margen del libro, escrito en letras de luz: «China, India, África». Estas palabras proféticas habrían de cumplirse literalmente.

Priscilla y Charles se conocieron en Shangai, mientras éste desarrollaba reuniones para los marineros ingleses. Junto a otros misioneros, Priscilla colaboraba allí con mucho fervor. Las reuniones eran bastante informales, pero llenas de gozo. Un episodio de esas reuniones refleja muy bien el carácter de Charles. Habían recibido algunos testimonios, y querían expresar su gozo a través del canto. Charles pidió a la concurrencia que cantasen de pie el himno «Estad por Cristo firmes», pero al darse cuenta que ya estaban de pie, dijo: «¡Vamos, esto no es suficiente, debemos hacer algo más para Jesús: Paraos sobre vuestras sillas para Jesús!». Los marineros saltaron con agilidad sobre sus sillas y, con una amplia sonrisa dibujada en sus rostros, cantaron como nadie había cantado jamás ese himno.

A pesar de que debieron separarse por algún tiempo a causa de la obra, Charles y Priscilla se escribieron, y él le propuso matrimonio después de buscar al Señor intensamente. «No te ofrezco una vida fácil y cómoda –le escribía–, sino una vida de trabajo y dureza; realmente, si no te conociera como una mujer de Dios, ni soñaría en pedirte en matrimonio. Lo hago para que seas camarada en Su ejército, para vivir una vida de fe en Dios, recordando que aquí no tenemos ciudad permanente, sólo un hogar eterno en la casa del Padre. Tal será la vida que te ofrezco. El Señor te dirija».

En otra carta le abre su corazón de manera muy hermosa: «Te amo por amor a Jesús, te amo por tu celo hacia él, te amo por tu fe en él, te amo por tu amor a las almas, te amo por tu amor a mí, te amo por ti misma, te amo por siempre jamás. Te amo porque Jesús te ha usado para bendecirme y encender mi alma. Te amo porque siempre serás un atizador calentado al rojo que me haga correr más ligero. Señor Jesús, ¿cómo puedo jamás agradecerte por una dádiva semejante?».

Hubo un doble matrimonio: el religioso fue oficiado por el conocido evangelista chino Shi, y el civil, ante el cónsul británico. Al final de la ceremonia, ambos se arrodillaron e hicieron una solemne promesa ante Dios: «Jamás nos estorbaremos uno al otro de servirte a Ti». Fue una «boda de peregrinos», sin traje de bodas, con ropa china común, de algodón.

Comprobando la fidelidad de Dios

La joven pareja fue directamente de su boda a iniciar una obra hacia el interior de China, en la ciudad de Lungang-Fu. Cierta vez Studd predicó sobre el versículo «Puede salvar hasta lo sumo» (Heb. 7:25, Versión Moderna). Después de que la reunión hubo terminado, un chino quedó solo al fondo del salón. Cuando Studd se acercó a él, el chino le dijo que el sermón había sido una serie de disparates, y agregó: «Soy un asesino, un adúltero, he quebrantado todas las leyes de Dios y del hombre una y muchas veces. También soy un perdido fumador de opio. No puede salvarme a mí». Studd le expuso las maravillas de Jesús, su evangelio y su poder. El hombre era sincero y fue convertido.

Entonces el hombre dijo: «Debo ir a la ciudad donde he cometido toda esta iniquidad y pecado, y en ese mismo lugar contar las buenas nuevas». Lo hizo. Reunió a multitudes. Fue llevado ante el mandarín y le sentenciaron a dos mil golpes con el bambú, hasta que su espalda fue una masa de carne roja y se le creyó muerto. Fue traído de vuelta por algunos amigos, llevado al hospital y cuidado por manos cristianas, hasta que, al fin, pudo sentarse.

Entonces dijo: «Debo volver otra vez a mi ciudad y predicar el evangelio». Sus amigos cristianos trataron de disuadirle, pero se escapó y empezó a predicar en el mismo lugar. Fue llevado de nuevo ante el tribunal. Tuvieron vergüenza de aplicarle el bambú otra vez, así que le enviaron a la cárcel. Pero la cárcel tenía pequeñas ventanas y agujeros en la pared. Se reunió el gentío y predicó a través de las ventanas y aberturas, hasta que, hallando las autoridades que predicaba más desde la cárcel que afuera, lo pusieron en libertad, desesperados de no poder doblegar a alguien tan porfiado y fiel.

Gran parte del tiempo, Studd estuvo ocupado en el Refugio para Fumadores de Opio, que abrió para atender a las víctimas de esta droga. Durante los siete años siguientes, unos ochocientos hombres y mujeres pasaron por allí, y algunos de ellos fueron, además de curados, salvados.

La llegada de los hijos significó para el matrimonio una dura prueba: no era posible contar con la asistencia de ningún médico. Buscar uno habría significado estar cinco meses lejos de su casa y abandonar su obra. «¿Por qué no llamar al Dr. Jesús?», se preguntó Priscilla, y así lo hizo. Nacieron cinco hijos, y no hubo problemas.

En China en ese tiempo acostumbraban sacrificar a las niñas recién nacidas, debido a que –pensaban– dan mucho trabajo al criarlas, y su dote cuando se casan no alcanza a cubrir los gastos. Dios dio al matrimonio cuatro hijas, para que diesen ejemplo de cuidado y amor hacia ellas, como si fuesen varones. El nombre chino que ellos dieron a sus hijas daba testimonio de esto: Gracia, Alabanza, Oración y Gozo.

Dios proveyó milagrosamente a las necesidades financieras de la familia. Cierta vez –sus cuatro hijas estaban pequeñitas– se quedaron sin provisiones ni dinero. No había esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días. El cartero había salido recién esa tarde y en quince días traería el correo de vuelta.

Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche, así que decidieron tener una noche de oración. Se pusieron de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte minutos, se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de sentido común continuar clamando.

El correo volvió el tiempo establecido. No tardaron en abrir la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro desengaño. La abrió y empezó a leer.

Studd y Priscilla fueron totalmente diferentes después de la lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí el contenido de la carta: «He recibido, por alguna razón u otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100 libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea de provecho».

El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se habían visto ni escrito.

De regreso en Inglaterra

Tras 10 años en China, la familia regresó a Inglaterra, en 1894. Aunque Studd había estado aquejado de varias enfermedades que lo tuvieron al borde de la muerte, no se atrevió a moverse de China sino por clara dirección de Dios. La despedida de sus hermanos y sirvientes fue muy dolorosa. La larga travesía a través de la China con su esposa y sus cuatro pequeñas fue difícil, por cuanto había una gran hostilidad hacia los extranjeros. El pueblo chino, poco instruido, pensaba que todos los extranjeros eran aliados de Japón, que en esa época estaba en guerra con China.

Parte de la travesía la hicieron por el río, en una barcaza. Dondequiera que la embarcación tocaba la ribera, un gentío se reunía para ver a los «diablos extranjeros».

Cierta vez el ambiente se mostraba especialmente amenazante para ellos, pero Dios dispuso su liberación de una manera extraña. La mayor de las niñas hablaba el chino. Así que cuando la gente comenzó a hacerle preguntas: «¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes algo que comer?», etc., para sorpresa de ellos, la niña les contestó en su propio idioma. El resultado fue que la turba amenazante se volvió en admiradora. Entonces hicieron arreglos para que grupos sucesivos de chinos se acercaran a comprobar la maravilla: ¡una niña extranjera hablaba su mismo idioma! Cada vez que lo hacían, los chinos se explicaban el asunto de la siguiente manera: «¿Lo ven? Esta niña habla nuestro idioma, porque come nuestra comida».

En Shangai, se embarcaron en un vapor del Lloyd Alemán. Los camareros eran todos músicos, y formaban una banda que todas las tardes tocaba en el salón. Las cuatro niñas se sentaban entonces embelesadas a escuchar música. El tercer día, luego de la sesión diaria, las niñas entraron en el camarote de sus padres, muy excitadas, diciendo: «No podemos comprender a estos misioneros de ninguna manera, pues no hacen más que tocar música y nunca cantan himnos ni oran». ¡En su vida en el interior de la China nunca habían visto un hombre o una mujer blancos que no fueran misioneros!

Llegados a Inglaterra, con dificultad se estuvieron quietos algún tiempo, para recuperarse de su deteriorada salud, pues pronto llegaron las invitaciones a compartir sus experiencias. Cierta vez, Studd fue invitado a dar una charla en un colegio teológico de Gales. En parte de la disertación él dijo: «La verdadera religión es como la viruela: si uno se contagia, le da a otros y se extiende». Su prima y huésped en esa ocasión, Dorotea de Thomas, se escandalizó por la comparación, y de regreso a casa se lo representó. Eso condujo a una larga conversación, pero Dorotea permanecía cerrada a la fe.

De acuerdo a la promesa que Dorotea le había hecho a su primo, asistió de nuevo a la charla la noche siguiente. Cuando llegaron de vuelta a casa, ella le preparó una taza de cacao, y se la alcanzó. Studd estaba sentado en el sofá y continuó hablando mientras ella tenía la mano estirada. Ella le habló, pero él no le hizo caso. Entonces, como es lógico, ella se impacientó. Sólo entonces él le dijo: «Bueno, así es exactamente como tú estás tratando a Dios, que te está ofreciendo la vida eterna». La saeta dio en el blanco.

Dos días después, cuando él estuvo de regreso en Londres, recibió el siguiente telegrama: «Tengo un fuerte ataque de viruela. Dorotea».

Dos años después, Studd fue invitado a Estados Unidos, donde se quedó 18 meses. Su horario estaba completamente colmado de reuniones, a veces hasta seis en el día. Su poco tiempo libre fue una sucesión de entrevistas con estudiantes. A veces echaba mano a recursos poco ortodoxos para enseñar verdades espirituales. Cierta vez que condujo a un joven a recibir el Espíritu Santo por fe. Le dijo que tenía que dejar que el Espíritu Santo obrara en él y a través de él. El joven parecía comprender, pero su rostro todavía estaba sombrío. Entonces le dijo: «Si un hombre tiene un perro, ¿lo guarda todo el tiempo y ladra él mismo?». Entonces el joven se rió, su rostro cambió en un instante, y prorrumpió en alabanzas a Dios. «Oh, lo veo todo ahora, lo veo todo ahora». Y se reía y alababa y oraba, todo al mismo tiempo».

Entre sus cartas enviadas a Inglaterra, envió un recorte de diario en que se le elogiaba. Al margen del artículo él escribió: «Esta es la clase de disparates que publican los diarios».

En cierta oportunidad en que fue invitado a una charla, poco antes de pasar Charles T. Studd al estrado, uno de los anfitriones dio algunos detalles elogiosos de su vida. Entonces Studd comenzó diciendo: «Si yo hubiera sabido que se diría esto, hubiera venido un cuarto de hora más tarde». Y en seguida agregó: «Vamos a borrarlo con algo de oración». Y se puso a orar.

Seis años en la India

Desde su conversión, Studd había sentido la responsabilidad que tenía la familia de llevar el evangelio a la India. Había sido el último deseo de su padre. Su hermano le había contado cómo la gente conocía el apellido Studd, pues su padre había hecho allí su fortuna. Él se propuso que el apellido Studd fuera también conocido como «embajador de Jesucristo». Viajó a Tirhhot, donde estuvo seis meses celebrando reuniones, y le fue ofrecido el cargo de pastor de la iglesia independiente de Octacamund.

Como siempre, Studd se dedicó a ganar almas, y pronto se decía de esa iglesia: «Esa iglesia es un lugar que se debe eludir si uno no quiere convertirse». Su esposa decía de él en este tiempo: «Creo que no pasa una semana sin que Charles tenga de una a tres conversiones». No perdía ocasión de usar métodos heterodoxos para compartir el evangelio. ¡Cierta vez tomó parte en una gira de críquet a fin de tener oportunidad de compartir a los soldados que jugaban!

Pero toda esta obra se realizó penosamente, pues desde años antes había sido una víctima del asma. Por tiempo, sólo dormía dos horas en la noche, sentado en una silla luchando por respirar. Sin embargo, luego venían temporadas mejores.

Sus hijas crecían, y disfrutaban la vida en la India. Las cuatro se entregaron a Cristo durante su estada allí. Él mismo las bautizó en una piscina que mandó construir en su propio jardín.

En 1906 regresó a Inglaterra. Su llegada a casa dio oportunidad a pastores y obreros, los que le comenzaron a invitar con mucha frecuencia. En los próximos dos años debe haber hablado a decenas de millares de hombres, muchos de los cuales nunca asistían a un culto, pero fueron atraídos por su fama deportiva. Su manera de hablar franca, sin ambages, empleando el lenguaje común del pueblo, junto con su humor, gustaba mucho a los hombres.

El desafío mayor

Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.

Así comenzaría el mayor desafío de su vida.


El desafío mayor

Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, Studd vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.

Era un extranjero, Kart Kumm, quien disertaba sobre África. Decía que al centro del continente habían ido exploradores, cazadores, árabes y mercaderes, pero que ningún cristiano jamás había entrado a hablar de Jesús. «La vergüenza penetró profundamente en mi alma», diría Studd más tarde. Oyó una voz que le dijo: «¿Por qué no vas tú?». «Los médicos no lo permitirán», contestó. Vino la respuesta: «¿No soy yo el Buen Médico? ¿No puedo llevarte allí? ¿No puedo mantenerte allí?». 
Como no había excusas, Studd sintió que tenía que ir.

Preparativos para la gran misión

De alguna manera, Studd sintió que hasta ese momento la vida había sido una preparación para los próximos años. Studd realizó un viaje exploratorio de varios meses, a lomo de mula y a pie, por regiones infestadas de paludismo y otras enfermedades, donde pudo comprobar la extrema necesidad de los pueblos paganos de África. Supo que más allá de las fronteras de Sudán, en el Congo Belga, existían gentes tan depravadas y desamparadas que nunca habían oído de Cristo.

Regresó inflamado de amor por África, y lanzó un desafío a todo el pueblo de Dios de Inglaterra. Escribió una serie de folletos, con los cuales incendió de fuego santo muchos corazones. Él sentía que era una nueva Cruzada. «Debemos ir en Cruzada por Cristo. Tenemos los hombres, los medios y las comunicaciones, el vapor, la electricidad y el hierro han nivelado las tierras y atravesado los mares. Las puertas del mundo nos han sido abiertas por nuestro Dios ... En junio pasado mil cateadores, negociantes, comerciantes y buscadores de oro esperaban en la desembocadura del Congo para arrojarse en esas regiones, pues según rumores existía allí abundancia de oro. Si tales hombres oyen tan fuertemente el llamado del oro y lo obedecen, ¿puede ser que los oídos de los soldados de Cristo estén sordos al llamado de Dios y al clamor de las almas moribundas? ¿Son tantos los jugadores por el oro y tan pocos los jugadores por Dios?».

Sin embargo, su partida no fue fácil, pues hasta última hora no había recursos, y Priscilla, su esposa, no lograba obtener fuerzas para apoyar la empresa – además que estaba delicada de salud. Al dejar Liverpool, sintió que Dios le habló de una manera muy extraña: «Este viaje no es solamente para el Sudán, es para todo el mundo no evangelizado». En ese momento parecía verdaderamente muy extraño, pero el tiempo demostraría que era verdadero.

La víspera de la separación, un joven le preguntó a Charles: «¿Es cierto que usted a la edad de cincuenta y dos años, se propone dejar su país, su hogar, su esposa, y sus hijas?». «¿Qué?», dijo Studd. «¿No ha estado hablando usted esta noche del sacrificio del Señor Jesucristo? Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio podrá ser demasiado grande para que yo lo haga por él». Cuando estaba sobre el andén, para tomar el tren, escribió en un papel dos líneas de poesía improvisada, que dio a un amigo: «Que mi vida entera sea / una cruz oculta que a Ti revela».

Poco antes de la partida de Studd, Priscilla tuvo una experiencia que trajo alivio a su corazón. El Señor le habló una noche a través del Salmo 34, y de Daniel 3:29. «Sentí que todo temor se había desvanecido, todas mis preocupaciones, todo lo que «dejada sola» iba a significar, todo el temor de paludismo y flechas envenenadas de los salvajes, y fui a la cama regocijándome. Esa noche me reí con la «risa de fe». Esa misma noche le escribió su experiencia a su esposo.

El viaje y los movimientos estratégicos

El único acompañante que tuvo Studd en esta empresa fue el joven Alfred B. Buxton, hijo de un viejo amigo de los días de Cambridge. Se acababa de graduar en la Universidad, pero renunció a completar su curso de medicina para ir con él. «Muchas fueron las dificultades y los obstáculos en nuestro camino: no habíamos pasado por allí antes, no conocíamos el idioma de los indígenas, mientras que el francés –el idioma de los funcionarios belgas– yo no sabía sino un poco de francés «de perro», y Buxton un poco de francés «de gato» – lo poco que recordábamos del colegio. Pero siempre entrevistamos a los funcionarios juntos, y era notable cuán a menudo si el perro no atinaba a ladrar, el gato pudo emitir un maullido».

En el viaje, Buxton se enfermó de gravedad, sufrieron el incendio de una tienda de campaña, y los familiares del joven intentaron disuadirle por carta de seguir avanzando. Una vez se perdieron en la selva, estuvieron detenidos de avanzar por meses. Cayeron en manos de caníbales, pero «como los dos éramos delgados y duros, no fueron tentados más de lo que pudieron soportar».

Un día Studd se enfermó gravemente. De pronto vino a su mente la palabra: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor» (Stgo. 5:14). El problema es que no había ningún anciano –el que había no pasaba los veinte– ni tampoco había aceite, lo único que había era kerosene. Pues, no se podía ser estrecho de mente en tal severa ocasión. Así que Buxton mojó el dedo en kerosene, ungió la frente y luego se arrodilló y oró. «Cómo lo hizo Dios, no sé, ni me importa, pero esto sé, que a la mañana siguiente, habiendo estado enfermo a la muerte, me desperté sano. Podemos confiar en él de menos, pero no podemos confiar en Dios demasiado».

Tras nueve meses, llegaron a Niangara, el corazón de África, en octubre de 1913. Después de un par de intentos fallidos, el Señor los guió hasta Nala, donde establecieron su centro de operaciones. Las tribus de las inmediaciones, hace poco hostiles, ahora eran amables y colaboraban con los misioneros. Desde Nala se extendieron hasta Poko y Bambioi, con lo cual tuvieron cuatro centros estratégicos cubriendo cientos de kilómetros y alcanzando unas ocho tribus. Ahora había llegado el momento de ocupar los centros y evangelizar.

Los primeros frutos. Regreso a Inglaterra

Unos dos años después, tuvieron los primeros bautismos en Niangara y en Nala. Alfred Buxton escribía: «Cada uno de los bautismos de Nala haría un título atrayente para el «Grito de Guerra»1: «Ex caníbales, borrachos, ladrones, asesinos, adúlteros y blasfemos entran al Reino de Dios». En las reuniones para confesión de pecado, hubo algunos testimonios notables: «No hay lugar en mi pecho para todos los pecados que he cometido», «Mi padre mató a un hombre, y yo ayudé a comerlo», «Cuando yo tenía tres años, recuerdo que mi padre mató a un hombre porque él había muerto a mi hermano, yo también comí del guiso». Cierta vez, un recién convertido amedrentó a unos aborígenes hostiles con estas palabras: «¡Recuerden que en mi tiempo he comido hombres mejores que ustedes!».

A fines de 1914, Studd viajó a Inglaterra a reclutar nuevos obreros. Para ese tiempo, su esposa, que había estado muy mal de salud, estaba dedicada de lleno a apoyar la obra de su marido en el África. Aún muy delicada de salud, formó círculos de oración, editó folletos mensuales por millares, escribió veinte o treinta cartas por día, y editó los primeros números de la «Revista de la H.A.M.» («Misión del corazón de África», por su nombre en inglés). Así la encontró Studd cuando llegó a Inglaterra. Así, en dos años el corazón de África había sido explorado por un viejo físicamente arruinado, mientras que la sede de Inglaterra había sido establecida por una inválida desde su diván.

Por última vez en su vida, Studd recorrió Inglaterra, instando y rogando al pueblo de Dios para que se levantara y se sacrificara por África. Pocas veces ha abogado alguno en la causa de los paganos como él abogó. En la revista publicó mensajes electrizantes: «Hay más del doble de oficiales cristianos uniformados acá, entre los cuarenta millones de habitantes pacíficos y evangelizados de Gran Bretaña, que el total de las fuerzas de Cristo luchando al frente entre mil doscientos millones de paganos. ¡Y sin embargo, los tales se llaman soldados de Cristo! ... El llamado de Cristo es dar de comer al hambriento, no al que está satisfecho; a salvar a los perdidos, no a los de dura cerviz; no a edificar cómodas capillas, templos y catedrales en Inglaterra, en los cuales adormecer a los cristianos profesantes con hábiles ensayos, oraciones formales y programas artísticos, sino a levantar iglesias vivientes entre los desamparados ... Pero esto tan sólo puede realizarse por una religión del Espíritu Santo candente, no convencional y sin trabas, donde no se rinde culto ni a la Iglesia, ni al estado, ni al hombre, ni a las tradiciones, sino solamente a Cristo y a él crucificado».

En julio de 1916 todo estaba listo para su regreso al África. Un grupo de ocho fue equipado. Incluían a su hija Edith, que iba a casarse con Alfred Buxton. Ni él ni Priscilla tuvieron la más remota idea de que ésta sería su despedida de Inglaterra para siempre, y casi su despedida de ella sobre la tierra, pues en los trece años siguientes se verían solamente por una escasa quincena.

Los primeros misioneros nativos

En Nala, la recepción fue maravillosa. Lo que Studd dejó a su partida para Inglaterra era una concesión no ocupada, pero ahora había allí decenas de nativos cristianos, atentos en las reuniones, y agradecidos de Dios. Studd distribuyó su equipo de obreros en cada uno de los puntos estratégicos, ocupando de esa manera un territorio de más o menos la mitad de Inglaterra. En abril de 1917 había alrededor de cien convertidos bautizados. Muchos caciques levantaron escuelas y casas para centros de instrucción y evangelización. Uno de ellos dio testimonio de que una vez había perdido por completo el conocimiento y había muerto. Sus amigos cavaron una tumba y lo estaban colocando allí, cuando se levantó y dijo que había visto a Dios mismo, quien le dijo que no pasaría mucho tiempo antes que vinieran los ingleses y les enseñarían acerca del Dios verdadero. El cacique contó esa historia a muchos, y por esa razón solían referirse a Dios con el nombre de ‘inglés’.

En el mes de enero, unos quince o veinte convertidos salieron voluntariamente a predicar por tres meses en las regiones «de alrededor y más allá». A su regreso, más de cincuenta querían ir. Studd explicaba así la ventaja de usar misioneros autóctonos para evangelizar a los aborígenes, en vez que misioneros foráneos: «Nosotros, los evangelistas blancos, tenemos cinco porteadores cada uno para llevar nuestros efectos. Ellos se llevaron cada cual los suyos. Cada hombre o mujer llevaba una cama, pero ésta consiste solamente en una estera de paja; por toda ropa de cama lleva una frazada delgada, si es que lleva una. El único canasto con alimentos que posee está siempre fuera de vista y detrás del cinturón, del cual cuelga un cuchillo de monte y una taza enlozada; un sombrero de paja, fabricado por él mismo y un taparrabo, y ahí tenéis al misionero del corazón de África completo».

Cuando despidió a su nuevo contingente de misioneros, los arengó con estas palabras, muy a la «manera Studd»:

«Si no quieren encontrarse con el diablo durante el día, encuéntrense con Jesús antes del amanecer.
«Si no quieren que el diablo les dé un golpe, golpéenlo primero, y golpéenlo con todas sus fuerzas, de manera que esté demasiado estropeado para responder. «Predicad la Palabra» es la vara que el diablo teme y odia.
«Si no quieren caer, caminen: ¡y caminen derecho y ligero!
«Tres de los perros con los cuales el diablo nos da caza, son: orgullo, pereza y codicia». Después de la oración de despedida, se fueron cantando. A su vuelta, uno de ellos dijo: «No hubo nada afuera que haya podido quitar el gozo adentro».

Como consecuencia de la evangelización, muchos convertidos se agregaban y tenían bautismos casi semanalmente. Con gozo alababan a Dios, con himnos muy sencillos, pero directos. Un día, después de una reunión, un cacique se paró y dijo: «Yo y mi gente y mi cacique hermano y su gente queremos decirle que creemos estas cosas acerca de Dios y Jesús, y todos queremos seguir el mismo camino que usted, el camino al cielo».

Otros de los convertidos fue el gran cacique de Abiengama, que fue un caníbal que recientemente había capturado y comido a catorce indígenas. Pero cuando su esposa principal oyó por primera vez del Dios grande y amante, exclamó: «Siempre pensé que debía haber un Dios así».

Studd llegó a ser un hombre muy humilde. Cuando debió separarse de su yerno Baxter, por causa de la obra, éste le pidió públicamente que le impusiera las manos. Sin embargo, Studd le pidió que se subiera a una silla ¡y ungió sus pies!. Al bajarse, Baxter le dijo: «Bwana («Cacique Blanco», como le decían los indígenas), me ha hecho una treta hoy, pero fue una treta de amor». Studd tuvo palabras muy elogiosas para él: «Nadie sino Dios podrá jamás saber la profunda fraternidad, gozo y afecto de nuestra cotidiana comunión social y espiritual, pues no hay palabras que la puedan describir».

Reveses y satisfacciones

En los años siguientes, la obra habría de experimentar duros reveses, a causa de que muchos de los cristianos más destacados cayeron en pecado. Ello sumió a Studd en una gran enfermedad. Pero eso no era todo: «Me parece que las desilusiones constituyen el mayor sufrimiento», decía. Ante esto, sólo cabía redoblar las oraciones. Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, se agrupaba una multitud de convertidos para cantar y orar. «¡Oh, las plegarias que oran! Nada baladí, sino tiros ardientes de sus mismos corazones». Muchas veces intercedían por él de manera muy graciosa: «Y ahí está Bwana, Señor. Es un hombre muy anciano (tenía sesenta años), su fuerza no vale nada. Dale la tuya, Señor, y el Espíritu Santo también». Otro oró una vez: «Oh, Señor, en verdad has sido bueno al hacer que Bwana viva diez años sobre la tierra, ahora haz que viva dos años más».

La ayuda llegó en la primavera de 1920. Primero fue un grupo, luego dos y tres, de hombres desmovilizados de la guerra, y desde entonces hubo una corriente continua de reclutas, de modo que en tres años los obreros aumentaron de seis hasta casi cuarenta.

Mientras tanto, las regiones de más allá estaban llamando urgentemente. En 1921, cuando Alfred Buxton volvió para hacerse cargo de la obra en Nala, Studd pudo llegar hasta Ituri, cuatro días al sur. Al año siguiente movió su cuartel general a Ibambi. 
Para entonces, era famoso en muchos kilómetros alrededor: la figura delgada con la barba espesa, nariz aguileña, palabras ardientes, pero risa alegre. Lo llamaban sencillamente «Bwana Mukubwa» (Gran Cacique Blanco). Muchos eran llamados Bwana (Cacique Blanco), pero nadie sino él era Bwana Mukubwa.

A Ibambi llegaron por centenares para ser enseñados y bautizados. Venían de distancias lejanas, de ocho y diez horas, para oír la Palabra de Dios. «Hallé unos mil quinientos negros, todo apiñados como sardinas, de cuclillas en el suelo a los rayos abrasadores del sol africano del mediodía. No tenían ningún templo, ni siquiera un estrado. Están cantando himnos a Dios con corazón y lengua y voz; es un gran coro sin adiestramiento y sin paga, produciendo mejores melodías para Dios y para nosotros que un coro de mil Carusos. Uno observa sus rostros anhelantes mientras están allí absorbiendo cada palabra del predicador. Están ávidos del Evangelio».

Cierta vez uno de los colaboradores de Studd mostró una moneda para explicar el don de la salvación, y dijo: «El primero que venga, la recibirá». La respuesta que recibió, le dio la mayor sorpresa de su vida: «Pero señor, no hemos venido por dinero, sino para oír las palabras de Dios». Otro predicador había hablado ya bastante, así que dijo que iba a terminar. Vino la voz de un viejo en medio de la muchedumbre negra: «¡No se calle, señor, no se calle! Algunos de nosotros somos muy viejos y nunca hemos oído estas palabras antes, y tenemos poco tiempo para oír en el futuro».

En muchos otros lugares era lo mismo. Muchas veces se le dijo a Studd que volviese a Inglaterra, pero había empezado a segar una mies madura y no quiso ser persuadido, ni entonces ni después. Siempre dio la misma respuesta: Dios le había dicho que viniera cuando todos se le opusieron, y tan sólo Dios podía decirle cuando debía regresar. «Si hubiese hecho caso a los comentarios de la gente, nunca hubiera sido misionero y nunca habría habido una H.A.M.».

La obra se extiende

Entre tanto, en Inglaterra, Priscilla, la esposa de Studd se convertía en un ciclón, sirviendo a la causa de su esposo en África. Dios la llevó a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Tasmania y Sudáfrica, alentando a los cristianos a comprometerse con la causa. No había mejor conferenciante misionero en el país. Hablaba como si ella misma hubiera vivido todas las experiencias de su esposo en África. Nadie conoció la cruz cotidiana que llevaba, la distancia que los separaba, la imposibilidad de estar con él y cuidarle. Studd y su esposa habían colocado desde temprano su carrera y su fortuna en el altar; ahora, la salud, el hogar y la vida familiar siguieron también. Studd dijo cierta vez: «He buscado en mi vida y no sé de algo más que me queda que pueda sacrificar para el Señor Jesús».

La llegada de Gilbert Barclay, el esposo de una de las hijas, en 1919, para ocuparse de la obra en Inglaterra, dio inicio a una nueva era en la Cruzada, pues se le dio a ésta un alcance mundial, con el propósito de que se avanzara a otras tierras a medida que Dios guiara y capacitara. Se adoptó el título de «Cruzada de Evangelización Mundial» (W.E.C. por su nombre en inglés), teniendo cada diferente campo su propio subtítulo.

Por medio de publicaciones en revistas y reuniones de propaganda se llamó la atención a las necesidades de otras tierras, con el resultado de que en 1922 tres jóvenes emprendieron el segundo avance de la Cruzada, la Misión al Interior del Amazonas. Un tercer avance fue al Asia Central, un cuarto a Arabia, un quinto, a África occidental, y posteriormente, se entró en Uruguay y Venezuela.

En cuanto a los recursos, Dios había sido fiel. La Cruzada no había contraído deudas. Hasta la fecha del fallecimiento de Studd, Dios había enviado nada menos que la suma de 146.746 libras esterlinas. Tan sólo en veinte años Dios devolvió a Studd casi cinco veces la cantidad que él le dio desde China. Con todo, ni Studd ni su esposa tocaron un céntimo del dinero de la misión para uso personal. Dios tocó el corazón de amigos anónimos para enviarle una y otra vez donaciones para su uso personal en el campo misionero.

La rutina de un misionero en África

Studd vivía en una choza circular, con paredes hechas de cañas partidas, techo de paja y piso de barro agrietado y remendado. En un rincón había una cama indígena, regalada por un cacique. A un lado había una sencilla mesa de noche y al otro, un estante con Biblias muy usadas. Le gustaba tener una Biblia nueva cada año para no emplear nunca notas y comentarios viejos, sino ir directamente a las Escrituras. Tal era el hogar de Studd, dormitorio, comedor y sala de estar, todo en uno.

Cerca del pie de la cama había un fogón abierto sobre el piso de barro. Allí se acostaba sobre una cama nativa, su ‘muchacho’, que le servía como criado. Su día comenzaba hacia las cuatro de la mañana, cuando el muchacho le servía una taza de té, y comenzaba su hora devocional. Allí él recibía la palabra que luego compartiría en las reuniones públicas. No necesitaba más preparación. Cierta vez dijo: «No vayas al estudio para preparar un sermón. Eso es pura tontería. Entra a tu estudio para ir a Dios y volverte tan ardiente que tu lengua sea como un carbón encendido que te obliga a hablar».

Durante el día realizaba muchas tareas, desde atender las construcciones hasta escribir su mucha correspondencia cada sábado por medio. Empezaba por la mañana y terminaba al anochecer. Luego, empacaba sus cosas y salía, acompañado de sus fieles colaboradores indígenas, rumbo a alguna de las estaciones de avanzada para compartir el día domingo. Viajaba casi toda la noche, y al amanecer ya estaba en su destino. La gente, convocados por los tambores a través de la selva, acudía desde todos los alrededores, preparados con algo de comida y esteras, para estar varios días, si era necesario.

Por la mañana, se reunía con los misioneros, y por la tarde con todos los fieles. Casi siempre se reunían entre mil y dos mil personas. La reunión comenzaba con una hora entera de canto, que ellos aman, siendo acompañados por Bwana al banjo. Casi todos los himnos habían sido escritos por él mismo. Cuando el canto llegaba a su clímax, Studd se ponía en pie para dirigir un coro vigoroso con voces de aleluya final.

Seguía un tiempo de oración, quizá por cuarenta minutos. Uno tras otro se paraba para orar, levantando la mano hacia el cielo al hacerlo. Mientras uno ora, otro se pone de pie, listo para empezar cuando el otro acabe (si no existiera esta regla, cuatro o cinco estarían orando a la vez). Al final de cada oración dicen: «Ku jina ya Yesu» (en el nombre de Jesús), que es repetido por toda la congregación. Luego de otros cantos, Bwana comparte la palabra. Primero hace una lectura de las Escrituras, y luego habla. Apaciblemente al principio, adaptando el lenguaje de las Escrituras al hablar de ellos. Luego pone todo su corazón al exponerles sus propias y las consecuencias del pecado; habla del amor de Jesús, y les insta a arrepentirse y creer, seguirle y pelear por él. Hablaría quizá una hora o más. Un himno para terminar, un tiempo de oración cuando se hace el llamado a nuevos convertidos para que se adelanten a tomar su decisión. Finalmente se saludan para despedirse, diciendo: «Dios es. Jesús viene pronto. ¡Aleluya!».

Por la noche, se pasará unas dos horas meditando la palabra y en oración con los blancos, o una segunda reunión con los indígenas alrededor de un fogón. A veces el ‘fin de semana’ se extiende hasta el lunes y el martes con algunas reuniones con cristianos consagrados.

Una mayor necesidad del Espíritu

Una necesidad muy profunda se hizo notoria a medida que avanzaba la obra en África: la consolidación de una vida recta y santa por parte de los nuevos convertidos. Años atrás, estando en China, Booth Tucker había escrito a Studd: «Recuerde que la mera salvación de almas es trabajo relativamente fácil y ni cerca de lo importante que es hacer de los salvados Santos, Soldados y Salvadores». Con este desafío se enfrentaba Studd ahora en el corazón de África. A su juicio, esta carencia era debida a que no había habido un derramamiento del Espíritu Santo. Así que se propuso no dar tregua a Dios ni al pueblo hasta que el Espíritu Santo fuera derramado sobre ellos. «Cristo vino a salvarnos por su Sangre y por su Espíritu: Sangre para lavar nuestros pecados pasados, Espíritu para cambiar nuestros corazones y capacitarnos para vivir rectamente».

Con este criterio Studd midió a los miles de cristianos en las misiones en África: «Todos estamos gloriosamente descontentos con la condición de la iglesia nativa. Está bien cantar himnos y concurrir a los cultos, pero lo que tenemos que ver son los frutos del Espíritu y una vida y un corazón realmente cambiados, un odio al pecado y una pasión por la justicia». Diversos pecados se habían manifestado con toda su fuerza entre los creyentes: la murmuración, la pereza, el desamor.

A esto se sumó el descontento en las propias filas misioneras. Muchos rechazaban el supremo sacrificio que imponía el régimen de Studd: vivir en casas sencillas, con comidas frugales, nada de vacaciones y completa dedicación a la obra. Tal fue la oposición, que Studd tuvo que despedir a dos obreros, por lo cual otros varios renunciaron. Studd juzgaba que el problema de fondo era el desconocimiento de la obra de la cruz y el deseo de agradarse a sí mismos.

Aún de Inglaterra surgieron voces contrarias. Atribuían esta postura de Studd como consecuencia de la fiebre y el cansancio. En verdad, estos fueron los años de crisis de la misión. «A veces siento que mi cruz es pesada, más de lo que puedo soportar, y temo que a menudo siento como si fuera a desmayar bajo ella, pero espero seguir. Mi corazón parece gastado y molido sin remedio, y en mi profunda soledad a menudo deseo irme, pero Dios sabe qué es lo mejor, y quiero hacer hasta el último poquito de trabajo que él desea que haga».

El cambio vino en 1925. Una noche Bwana vino al culto familiar en Ibambi. Su corazón estaba muy cargado y tenso. Se habían reunido unos ocho misioneros con él. Leyeron juntos su capítulo favorito de Hebreos capítulo 11, sobre los héroes de la fe. «¿Será posible que personas como nosotros marchemos por la Calle de Oro con los tales? ¡Será para los que son hallados dignos! ¿Cuál fue el Espíritu que causó que estos mortales triunfaran y murieran de esta manera? El Espíritu Santo de Dios, una de cuyas características principales es una osadía, un valor, un ansia de sacrificio para Dios y un gozo en ello que crucifica toda debilidad humana y los deseos naturales de la carne. ¡Esta es nuestra necesidad esta noche! ¿Nos dará Dios a nosotros como les dio a ellos? ¡Sí! ¿Cuáles son las condiciones? ¡Son siempre las mismas: ‘Vende todo’! El precio de Dios es uno. No tiene descuento. El da todo a los que dan todo. ¡Todo! ¡Todo! Muerte a todo el mundo, toda la carne, al diablo y al que quizá es el peor enemigo de todos: tú mismo.

Algunos misioneros, ex combatientes de la Guerra, compararon el servicio al Señor con la entrega de los soldados a su causa. «Al ‘Tommy’ británico no le importa un bledo lo que le pueda suceder, con tal que cumpla su deber para con su rey, su patria, su regimiento y para consigo mismo». Estas palabras fueron justamente la chispa que se necesitaba para encender la mecha. Studd se pudo en pie, levantó el brazo y dijo: «¡Esto es lo que necesitamos y esto es lo que quiero! Oh Señor, desde ahora no me importa lo que me pueda suceder, vida o muerte, sí, o el infierno, con tal que mi Señor Jesucristo sea glorificado». Uno tras otro los presentes se pudieron de pie e hicieron el mismo voto.

Esa noche fue una nueva compañía de obreros la que salió de la choza. Había risa en sus caras y brillo en sus ojos, gozo y amor inefables. Una resolución nueva. La bendición se extendió hasta la estación más remota. Desde entonces, el amor, el gozo en el sacrificio, el celo por las almas de la gente, ha sido la tónica de la obra. Increíbles páginas de heroísmo y victoria se han escrito desde entonces en la misión.

El temor de Dios se posesionó de la gente. Se evidenció un nuevo resplandor en sus rostros, nueva vida en las oraciones, un odio al pecado, al engaño y la impureza. «La obra está alcanzando un fundamento sólido por fin», escribía Studd. Se comenzó a ver, como él deseaba, una iglesia santa y llena del Espíritu.

Priscilla en África

Una sola vez Priscilla, su esposa, fue a África a estar con su esposo, y esto, sólo por quince días. Fue en el año 1929, dos años antes de la muerte de Studd. Unos mil cristianos indígenas se reunieron para verla. Siempre se les había dicho que la esposa de su Bwana no podía venir, porque estaba en Inglaterra, ocupada en conseguir hombres y mujeres blancos que viniesen a decirles de Jesús. Cuando la vieron, se dieron cuenta que realmente existía tal persona como «Mama Bwana», y cuán grande era el precio que ellos habían pagado para traerles la salvación. Ella parecía muy joven al lado de él, que algunos pensaban que era una hija. Les habló varias veces a través de un intérprete, y así cumplió la visión profética que había tenido después de su conversión: «China, India y África».

La separación fue terriblemente dura. Priscilla no quería irse, pero la estación del calor estaba por empezar y la obra la necesitaba urgentemente en Inglaterra. Se despidieron en su casa de bambú, sabiendo que era la última vez que se verían en la tierra. Salieron juntos de la casa y bajaron la senda hasta el auto que les esperaba. No se dijeron una palabra más. Ella parecía ignorar completamente el grupo de misioneros parados alrededor del auto para despedirse. Entró con el rostro rígido y la vista fija directamente ante ella, y se fue.

Declinación y partida

Los últimos dos años de Studd fueron muy difíciles a causa de su estado de salud, su extrema debilidad, las náuseas, los ataques del corazón, pero sobre todo, por los terribles ataques de ahogo y violentos escalofríos, cuando se ponía de un color oscuro y su corazón casi dejaba de latir. La causa de esto no fue descubierta hasta que estuvo en el lecho de muerte, cuando un médico le diagnosticó cálculos a la vesícula. Con todo, el gozo sobrepujó en mucho los sufrimientos, pues Dios le permitió ver cumplidos los dos grandes deseos de su corazón: unidad entre los misioneros y evidencias manifiestas del Espíritu Santo obrando entre los indígenas.

Una compañía de unos cuarenta misioneros le rodeaban y le eran como hijos e hijas. Ellos le atendían con tanta devoción como si fuera su propia sangre y carne. Es imposible describir el lazo de afecto entre Bwana y los misioneros, la bienvenida que le daban cuando visitaba una estación, la afluencia constante de cartas, la lealtad en tiempos de crisis, el espíritu fraternal cuando se reunían todos en los días de Conferencia en Ibambi.

Uno de los misioneros presentes en estas conferencias para obreros, Norman P. Grubb, yerno de Studd, escribe: «La más grande de todas las lecciones que aprendimos allí fue que si obreros cristianos quieren continuo poder y bendición, tienen que tomar tiempo para reunirse juntos diariamente, no para una reunión corta y formal, sino lo bastante para que Dios pueda hablar a través de su Palabra, para afrontar juntos los desafíos de la obra, para tratar cualquier cosa que estorbe la unidad, y luego ir a Dios en oración y fe. Tan solo este es el secreto de lucha victoriosa y espiritual. Ninguna cantidad de trabajo tenaz o predicación ferviente puede tomar su lugar».

De todos los indígenas cristianos, no había ninguno a quien Studd amara más que al caníbal convertido, Adzangwe, y su amor era retribuido plenamente. Una de las últimas visitas de Studd fue a la iglesia de Adzangwe. Éste se estaba muriendo, pero cuando supo que su amado Bwana había venido, nada pudo retenerle. Pidió ayuda y fue trasladado a la casa de los misioneros, donde Bwana estaba sentado. Bwana salió para recibirlo, y lo invitó a sentarse frente con él. Pero antes de sentarse él mismo, tomó los almohadones de su silla y los arregló alrededor del cuerpo del caníbal convertido. Era un cuadro en miniatura de Aquél que, aunque fue rico, por nosotros se hizo pobre, y que no vino para ser servido, sino para servir. Esta fue la última vez que se vieron.

En 1930 Charles T. Studd fue hecho «Caballero de la Real Orden del León» por el rey de los belgas, por sus servicios en el Congo.

El jueves 16 de julio de 1931, C. T. Studd fue llamado por el Señor. Su última palabra, tanto escrita como dicha en su lecho de muerte, fue: «¡Aleluya!». En su sepultación estuvieron presentes indígenas y blancos. Aquéllos lo llevaron a la sepultura, y éstos lo bajaron a la fosa.

Ese día viernes los indígenas no quisieron marcharse. Hubo una espléndida reunión, con oraciones que nunca antes se habían oído. Todos parecían tener el mismo pensamiento en sus mentes, el de consagrarse de nuevo a Dios, y de decir que, aunque Bwana había sido llevado de ellos, seguirían más ardientes que nunca para Jesús.