JUAN PATON
Misionero a los antropófagos 1824_1907
Cerca de Dalswinton, en Escocia, vivía un matrimonio conocido en toda la región como los viejos Adán y Eva. A ese hogar llegó de visita, cierta vez, una sobrina, Janet Rogerson. Es de suponerse que no hubiese muchas cosas en aquella casa aislada de un par de ancianos, que pudiesen distraer a la joven siempre viva y alegre. Pero algo le atrajo su interés; cierto muchacho llamado Santiago Paton, entraba, día tras día, en el bosque próximo a la casa. Llevaba siempre un libro en la mano, como si él fuese allí con el propósito de estudiar y meditar. Cierto día, la jovencita, vencida por la curiosidad, entró furtivamente por entre los árboles y espió al muchacho que recitaba los Sonetos Evangélicos de Erskine. Su curiosidad se convirtió en una santa admiración cuando el joven, dejando el sombrero a un lado, en el suelo, se arrodilló debajo de un árbol para derramar su alma en oración ante Dios. Ella, con su espíritu juguetón, avanzó y le colgó el sombrero en una rama del árbol que estaba más próximo. En seguida se escondió en donde pudo, para presenciar cómo el muchacho, perplejo, iba a estar buscando su sombrero. Al día siguiente la escena se repitió. Pero el corazón de la muchacha se conmovió al ver la perturbación del joven, inmóvil por algunos minutos, con el sombrero en la mano. Fue así como él, al volver al día siguiente al lugar donde se arrodillaba diariamente, encontró una tarjeta prendida en el árbol. La tarjeta decía lo siguiente: "La persona que escondió su sombrero se confiesa sinceramente arrepentida de haberlo hecho y le pide que ore, rogando a Dios que la convierta en una creyente tan sincera como lo es usted."
El joven se quedó mirando por algún tiempo la tarjeta, olvidándose completamente de los Sonetos aquel día. Por fin, desprendió la tarjeta del árbol, y estaba reprochándose por no haberse dado cuenta de que era un ser humano quien le había escondido el sombrero en dos ocasiones, más tarde vio entre los árboles, una muchacha que llevaba un balde en la mano, cantando un himno escocés que pasaba frente a la casa del viejo Adán.
En aquel momento el muchacho, por instinto divino y en forma tan infalible como por cualquier voz que jamás hablara a un profeta de Dios, supo que la visita angélica que había invadido su retiro de oración, era la gentil y hábil sobrina de los viejos Adán y Eva. Santiago Paton todavía no conocía a Janet Rogerson, pero había oído hablar de sus extraordinarias cualidades intelectuales y espirituales.
Es probable que Santiago Paton comenzase a orar por ella — en un sentido diferente de aquel que ella le pidiera. De cualquier manera, la joven había hurtado, no solamente el sombrero del muchacho, sino también su leal corazón — un hurto que tuvo como resultado el casamiento de los dos.
Santiago Paton, fabricante de medias del condado de Dunfries y su esposa Janet, andaban, como Zacarías y Elizabeth en la antigüedad, en forma irreprensible delante del Señor. Cuando les nació el primogénito, le pusieron el nombre de Juan, dedicándolo solemnemente a Dios, en sus oraciones, para que fuese misionero a los pueblos que no tenían la oportunidad de conocer a Cristo.
Entre la casa propiamente dicha, en que vivía la familia Paton, y la parte que servía de fábrica, había un pequeño aposento. Acerca de ese cuarto, Juan Paton escribió lo siguiente: "Ese era el santuario de nuestra humilde casa. Varias veces al día, generalmente después de las comidas, nuestro padre entraba en aquel cuarto y, "cerrada la puerta", oraba. Nosotros, sus hijos, comprendíamos como por instinto espiritual, que esas oraciones eran por nosotros, como sucedía en la antigüedad cuando el sumo sacerdote entraba detrás del velo al Lugar Santísimo, para interceder en favor del pueblo. De vez en cuando se oía el eco de una voz, en un tono como de quien suplica por la vida; pasábamos delante de esa puerta de puntillas, a fin de no perturbar esa santa e íntima conversación. El mundo exterior no sabía de dónde provenía el gozo que resplandecía en el rostro de nuestro padre; pero nosotros, sus hijos, sí lo sabíamos; era el reflejo de la Presencia divina, la cual era siempre una realidad para él en la vida cotidiana. Nunca espero sentir, ni en el templo, ni en las sierras, ni en los valles, a Dios más cerca, más visible, andando y conversando más íntimamente con los hombres, que en aquella humilde casa cubierta de paja. Si, debido a una catástrofe indecible, todo cuanto pertenece a la religión fuese borrado de mi memoria, mi alma volvería de nuevo a los tiempos de mi mocedad: se encerraría en aquel santuario, y al oír nuevamente los ecos de aquellas súplicas a Dios, lanzaría lejos toda duda con este grito victorioso: Mi padre anduvo con Dios; ¿por qué no puedo andar yo también?"
En la autobiografía de Juan Paton se ve que sus luchas diarias eran grandes. Pero lo que leemos a continuación, revela cuál era la fuerza que operaba para que él siempre avanzase en la obra de Dios:
"Antes, sólo se celebraban cultos domésticos los domingos en la casa de mis abuelos: pero mi padre indujo a mi abuela primero, y luego a todos los miembros de la familia, para que orasen y leyesen un pasaje de la Biblia y cantasen un himno diariamente, por la mañana y por la noche. Fue así que mi padre comenzó, a los diecisiete años de edad, la bendita costumbre de celebrar cultos matinales y vespertinos en su casa; ésa fue una costumbre que observó, tal vez, sin ninguna excepción, hasta que se halló en el lecho de muerte, a los 78 años de edad; cuando aun en ese su último día de vida se leyó un pasaje de las Escrituras, y se oyó su voz mientras oraba. Ninguno de sus hijos se recuerda de un solo día que no hubiese sido así santificado; muchas veces había prisa por atender algún negocio; innúmeras veces llegaban amigos, disfrutábamos de momentos de gran gozo o de profunda tristeza; pero nada nos impedía que nos arrodillásemos alrededor del altar familiar, mientras el sumo sacerdote dirigía nuestras oraciones a Dios y se ofrecía a sí mismo y a sus hijos al mismo Señor. La luz de tal ejemplo era una bendición, tanto para el prójimo, como para nuestra familia. Muchos años después me contaron que la mujer más depravada de la villa, una mujer de la calle, pero que más tarde fue salvada y reformada por la gracia divina, declaró que la única cosa que evitó que cometiese suicidio fue que, encontrándose ella una noche obscura cerca de la ventana de la casa de mi padre, lo oyó implorando en el culto doméstico, que Dios convirtiese "al impío del error de su camino y lo hiciese lucir como una joya en la corona del Redentor". "Vi", dijo ella, "cómo yo era un gran peso sobre el corazón de ese buen hombre, y sabía que Dios respondería a sus súplicas. Fue por causa de esa seguridad que no entré al infierno y que encontré al único Salvador."
No es de admirarse que en tal ambiente, tres de los once hijos, Juan, Walter y Santiago, fuesen inducidos a entregar su vida a la obra más gloriosa, que es la de ganar almas. Creemos que este punto no estaría completo si no le añadiésemos un párrafo más de la misma autobiografía:
"Hasta qué punto fui impresionado en ese tiempo por las oraciones de mi padre, no lo puedo decir, ni nadie podría comprenderlo. Cuando todos nos encontrábamos arrodillados alrededor de él en el culto doméstico, y él, igualmente de rodillas, derramaba toda su alma en oración, con lágrimas, no sólo por todas las necesidades personales y domésticas, sino también por la conversión de aquella parte del mundo donde no había predicadores para servir a Jesús, nos sentíamos en la presencia del Salvador vivo y llegamos a conocerlo y amarlo como nuestro Amigo divino. Cuando nos levantábamos después de esas oraciones, yo acostumbraba quedarme contemplando la luz que reflejaba el rostro de mi padre y ansiaba tener el mismo espíritu; anhelaba, como respuesta a sus oraciones, tener la oportunidad de prepararme y salir, llevando el bendito evangelio a una parte del mundo que estuviese entonces sin misionero."
Acerca de la disciplina en el hogar, veremos aquí lo que él escribió:
"Si había algo realmente serio para corregir, mi padre se retiraba primeramente al cuarto de oración, y nosotros comprendíamos que él estaba llevando el caso ante Dios; ¡ésa era la parte más severa del castigo para mí! Yo estaba listo a encarar cualquier castigo, pero esto que él hacía penetraba en mi conciencia como un mensaje de Dios. Amábamos aún más a nuestro padre al ver cuánto tenía que sufrir para castigarnos, y, de hecho, tenía muy poco que castigar, pues nos dirigía a todos nosotros, sus once hijos, mucho más mediante el amor que mediante el temor."
Por fin llegó el día en que Juan tenía que dejar el hogar paterno. Sin tener dinero para el pasaje y con todo lo que poseía, incluyendo una Biblia, envuelta en un pañuelo, salió a pie para ir a trabajar y a estudiar en Glasgow. El padre lo acompañó durante una distancia de nueve kilómetros. Durante el último kilómetro, antes de separarse, los dos caminaron sin decirse una palabra — el hijo sabía por el movimiento de los labios de su padre, que él iba orando en su corazón, por él. Al llegar al lugar donde debían separarse uno del otro, el padre balbuceó: "iQue Dios te bendiga hijo mío! ¡Que el Dios de tu padre te prospere y te guarde de todo mal!" Después de abrazarse mutuamente el hijo salió corriendo, mientras el padre de pie en medio del camino, inmóvil, con el sombrero en la mano y las lágrimas corriéndole por el rostro, continuaba orando con todo su corazón. Algunos años después el hijo confesó que esa escena se le había quedado grabada en su alma, y lo estimulaba como un fuego inextinguible a no desilusionar a su padre en lo que de él esperaba, es decir, que siguiese su bendito ejemplo de andar siempre con Dios.
Durante los tres años de estudios que pasó en Glasgow, a pesar de trabajar con sus propias manos para sustentarse, Juan Paton hizo, en el gozo del Espíritu Santo, una gran obra en la siega del Señor. No obstante, resonaba constantemente en sus oídos el clamor de los salvajes de las islas del Pacífico y ése fue el asunto que ocupó principalmente sus meditaciones y oraciones diarias. Había otros que podían continuar la obra que él hacía en Glasgow, pero ¡¿Quién deseaba llevar el evangelio a esos pobres bárbaros?!
Al declarar su resolución de ir a trabajar entre los antropófagos de las Nuevas Hébridas, casi todos los miembros de su iglesia se opusieron a su salida. Uno de los más estimados hermanos así se explicó: "Entre los antropófagos! ¡Será comido por los antropófagos!" A eso Juan Paton respondió: "Usted hermano, es mucho mayor que yo, y en breve será sepultado y luego será comido por los gusanos; le digo a usted hermano, que si yo logro vivir y morir sirviendo y honrando al Señor Jesús, no me importará ser comido por los antropófagos o por los gusanos; en el gran día de la resurrección mi cuerpo se levantará tan bello como el suyo, a semejanza del Redentor resucitado."
En efecto, las Nuevas Hébridas habían sido bautizadas con sangre de mártires. Los dos misioneros Williams y Harris que habían sido enviados para evangelizar esas islas pocos años antes, fueron muertos a garrotazos, y sus cadáveres fueron cocidos y comidos. "Los pobres salvajes no sabían que habían asesinado a sus amigos más fieles; así pues, los creyentes de todos los lugares al recibir la noticia del martirio de los dos, oraron con lágrimas por esos pueblos despreciados."
Y Dios oyó sus súplicas llamando entre otros a Juan Paton. Sin embargo, la oposición a su salida era tal que él resolvió escribir a sus padres. Mediante su respuesta llegó a saber que ellos lo habían dedicado para tal servicio el mismo día de su nacimiento. Desde ese momento, Juan Paton ya no tuvo más duda de que ésa era la voluntad de Dios, y decidió en su corazón emplear toda su vida sirviendo a los indígenas de las islas del Pacífico.
Nuestro héroe nos cuenta muchas cosas de interés acerca del largo viaje en barco de vela a las Nuevas Hébridas. Casi al fin del viaje se quebró el mástil del navío. Las aguas los llevaban lentamente para Tana, una isla de antropófagos, donde todo su equipaje habría sido saqueado y todos los de a bordo cocidos para ser comidos. Sin embargo, Dios oyó sus súplicas y alcanzaron otra isla. Unos meses después fueron a la misma isla de Tana, donde consiguieron comprar un terreno de los salvajes y edificar una casa. Resulta conmovedor leer que construyeron la casa sobre los mismos cimientos que había echado el misionero Turner quince años antes, y quien tuvo que huir de la isla para escapar de ser muerto y comido por los salvajes.
Acerca de su primera impresión sobre la gente, Paton escribió: "Estuve al borde de la mayor desesperación. Al ver su desnudez y miseria sentí tanto horror como piedad. ¿Había yo dejado la obra entre mis amados hermanos de Glasgow, obra en la que sentía un gran gozo para dedicarme a criaturas tan degeneradas como éstas? Me pregunté a mí mismo: '¿Será posible enseñarles a distinguir entre el bien y el mal, y llevarlos a Cristo, o aun civilizarlos?' Pero todo eso fue apenas un sentimiento pasajero. Luego sentí un deseo tan profundo de llevarlos al conocimiento y al amor de Jesús, como jamás había sentido antes cuando trabajaba en Glasgow."
Antes de que la casa donde irían a vivir los Paton estuviese terminada, hubo una batalla entre dos tribus. Las mujeres y los niños huyeron hacia la playa, donde conversaban y reían ruidosamente, como si sus padres y hermanos estuviesen ocupados en algún trabajo pacífico. Pero mientras los salvajes gritaban y se empeñaban en conflictos sangrientos, los misioneros se entregaban a la oración por ellos. Los cadáveres de los muertos fueron llevados por los vencedores hasta una caldera de agua hirviendo, donde fueron cocinados y comidos. En la noche todavía se escuchaba el llanto y los gritos prolongados de las aldeas vecinas. Los misioneros fueron informados de que un guerrero, herido en la batalla, había acabado de morir en su casa. Su viuda fue estrangulada inmediatamente, conforme a la costumbre, para que su espíritu acompañase al espíritu del marido y continuase sirviéndole de esclava.
Los misioneros entonces, en ese ambiente de la más repugnante superstición, de la más baja crueldad y de la más flagrante inmoralidad, se esforzaron por aprender a usar todas las palabras posibles de ese pueblo que no conocía la Escritura. Anhelaban hablar de Jesús y del amor de Dios a esos seres que adoraban árboles, piedras, fuentes, riachos, insectos, espíritus de los hombres fallecidos, reliquias de cabellos y uñas, astros, volcanes, etc. etc.
La esposa de Paton era una colaboradora muy esforzada y en el espacio de pocas semanas reunió a ocho mujeres de la isla y las instruía diariamente. Tres meses después de la llegada de los misioneros a la isla, la esposa de Paton falleció de malaria y un mes después su hijito también murió. ¡Resulta imposible describir el inmenso pesar que sentía Paton durante los años que trabajó sin su colaboradora en Tana! A pesar de casi haber muerto también de malaria; a pesar de que los creyentes insistían en que volviese a su tierra; y a pesar de que los indígenas hacían un plan tras otro plan para matarlo y luego comérselo, ese héroe permaneció orando y trabajando fielmente en el puesto donde Dios lo había colocado.
Se construyó un templo y un buen número de indígenas se congregaba allí para oír el mensaje divino. Paton no solamente logró llevar la lengua de los tanianos a la forma escrita, sino que también tradujo a esa lengua una parte de las Escrituras, la cual imprimió, a pesar de no conocer el arte tipográfico. Acerca de esa gloriosa hazaña de imprimir el primer libro en taniano, él escribió lo siguiente: "Confieso que grité de alegría cuando la primera hoja salió de la prensa, con todas las páginas en orden adecuado; era entonces la una de la mañana. Yo era el único hombre blanco en la isla, y hacía horas que todos los nativos dormían. No obstante, tiré mi sombrero al aire y dancé como un chiquillo, durante algún tiempo, alrededor de la máquina impresora.
"¿Habré perdido la razón? ¿No debería yo, como misionero, estar de rodillas alabando a Dios, por esta nueva prueba de su gracia? ¡Creedme amigos, mi culto fue tan sincero como el de David, cuando danzó delante del Arca de su Dios! No debéis pensar que, después de que estuvo lista la primera página, yo no me arrodillé pidiendo al Todopoderoso que propagase la luz y la alegría de su santo Libro en los corazones entenebrecidos de los habitantes de aquella tierra inculta."
Luego, cuando Paton había pasado tres años en Tana, una pareja de misioneros que vivía en la isla vecina, Erromanga, fue martirizada bárbaramente a hachazos, en pleno día. Cuando se cumplieron cuatro años de estar viviendo en Tana, el odio de los indígenas de esa isla llegó al máximo. Diversas tribus acordaron matar al "indefenso" misionero y acabar de esa manera con la religión del Dios de amor en toda la isla. Sin embargo, como él mismo se declaraba inmortal hasta acabar su obra en la tierra, eludía, en pleno campo, los innúmeros lanzazos, hachazos y porrazos que le dirigían los indígenas, y así, logró escapar a la isla de Aneitium. Entonces decidió ocuparse en la obra de traducción del resto de los Evangelios a la lengua taniana, mientras esperaba la oportunidad de volver a Tana. Con todo, se sintió dirigido a aceptar un llamado para ir a Australia. En el transcurso de unos meses, animó a las iglesias a que compraran una embarcación de vela para el servicio de los misioneros. También las instó a que contribuyesen liberalmente y que enviasen más misioneros para evangelizar todas las islas.
Acerca de su viaje a Escocia, después de haber pasado algunos años en las Nuevas Hébridas, él escribió: "Fui en tren a Dunfries, y allí encontré transporte para ir a mi querido hogar paterno donde fui acogido con muchas lágrimas. Solamente habían transcurrido cinco cortísimos años desde que yo había salido de ese santuario con mi joven esposa, y ahora, ¡ay de mí! madre e hijo yacían en su tumba en Tana, abrazados, hasta el día de la resurrección. . . No fue con menos gozo, a pesar de sentirme angustiado, que, pocos días después me encontré con los padres de mi querida y desaparecida esposa."
Antes de partir de Escocia en su nuevo viaje, Paton se casó con la hermana de otro misionero. Llamada por Dios a trabajar entre los naturales de las Nuevas Hébridas, sumergidos en las tinieblas, ella sirvió como fiel compañera de su marido por muchos años.
"Lo último que hice en Escocia fue arrodillarme en el hogar paterno, durante el culto doméstico, mientras mi venerado padre, como sacerdote de cabellos blancos nos encomendaba, una vez más, 'a los cuidados y protección de Dios, Señor de las familias de Israel.' Yo sabía por cierto, cuando nos levantamos después de la oración y nos despedimos unos de otros, que no nos encontraríamos más con ellos antes del día de la resurrección. No obstante, mi padre y mi querida madre nos ofrecieron de nuevo al Señor con corazones alegres, para su servicio entre los salvajes. Más tarde mi querido hermano me escribió que la `espada' que traspasó el alma de mi madre fue demasiado aguda y que después de nuestra partida, ella estuvo por mucho tiempo como muerta en los brazos de mi padre."
De regreso a las islas, Paton fue constreñido por el voto de todos los misioneros a no volver a Tana, sino a iniciar la obra en la vecina isla de Aniwa. De esa manera, tuvo que aprender otra lengua y comenzar todo de nuevo. ¡Al preparar el terreno para la construcción de la casa, Paton llegó a juntar dos cestas de huesos humanos, provenientes de víctimas devoradas por los habitantes de la isla!
"Cuando esas pobres criaturas comenzaban a usar un pedacito de tela, o un faldón, era señal exterior de una transformación, a pesar de estar muy lejos de la civilización. Y cuando comenzaban a mirar hacia arriba a orar a Aquel a quien llamaban 'Padre, nuestro Padre', mi corazón se derretía en lágrimas de gozo; y sé por cierto que había un Corazón divino en los cielos que estaba regocijándose también." Con todo, igual que en Tana, Paton se consideraba inmortal hasta que completase la obra que le había sido designada por Dios. Innúmeras fueron las veces que evitó la muerte agarrando el arma levantada contra él por los salvajes para matarlo.
Por fin, la fuerza de las tinieblas unidas contra el Evangelio en Aniwa cedió. Eso tuvo lugar cuando él cavó un pozo en la isla. Para los indígenas el agua de coco era suficiente para satisfacer su sed, porque se bañaban en el mar; usaban un poco de agua para cocinar — ¡y ninguna para lavar la ropa! Pero para los misioneros la falta de agua dulce era el mayor sacrificio, y Paton resolvió cavar un pozo.
Al principio los indígenas lo ayudaron en esa obra, a pesar de que consideraban que el plan "de que el Dios del misionero proporcionara lluvia desde abajo", era la concepción de una mente extraviada. Pero después, amedrentados por la profundidad del pozo, dejaron que el misionero continuase cavando solo, día tras día, mientras lo contemplaban desde lejos, diciendo entre sí: "¡¿Quién oyó jamás hablar de una lluvia que venga desde abajo?! ¡Pobre misionero! ¡Pobrecito!" Cuando el misionero insistía en decirles que el abastecimiento de agua en muchos países provenía de pozos, ellos respondían: "Es así como suelen hablar los locos; nadie puede desviarlos de sus ideas fijas."
Después de muchos y largos días de trabajo fatigante, Paton alcanzó tierra húmeda. Confiaba en que Dios lo ayudaría a obtener agua dulce como respuesta a sus oraciones. A esa altura, sin embargo, al meditar sobre el efecto que causaría entre la gente si encontrase agua salada, se sentía casi horrorizado al pensar en ello. "Me sentí" escribió él, "tan conmovido, que quedé bañado en sudor y me temblaba todo el cuerpo cuando el agua comenzó a brotar de abajo y empezó a llenar el pozo. Tomé un poco de agua en la mano y la llevé a la boca para probarla. ¡Era agua! ¡Era agua potable! ¡Era agua viva del pozo de Jehová!"
Los jefes indígenas acompañados de todos sus hombres asistieron a este acontecimiento. Era una repetición, en pequeña escala, de la escena de los israelitas que rodeaban a Moisés cuando éste hizo brotar agua de la roca. Después de pasar algún tiempo alabando a Dios, el misionero se sintió más tranquilo y bajó nuevamente al pozo, llenó un jarro con "la lluvia que Jehová Dios le daba mediante el pozo", y se lo entregó al jefe. Este sacudió el jarro para ver si realmente había agua en él; entonces tomó un poco de agua en la mano, y no satisfecho con eso, llevó a la boca un poco más. Después de revolver los ojos de alegría, la bebió y rompió en gritos: "¡Lluvia! ¡Lluvia! ¡Sí; es verdad, es lluvia! ¿Pero, cómo la conseguiste?" Paton respondió: "Fue Jehová, mi Dios, quien la dio de su tierra en respuesta a nuestra labor y nuestras oraciones. ¡Mirad y ved, por vosotros mismos, cómo brota el agua de la tierra!"
Entre toda esa gente no había un solo hombre que tuviese el valor de acercarse a la boca del pozo; entonces formaron una larga fila y asegurándose los unos a los otros con las manos, fueron avanzando hasta que el hombre que estaba al frente de la fila pudiese mirar dentro del pozo; Enseguida, el que había mirado, entonces pasaba al fin de la "cola", dejando que el segundo mirase para ver la "lluvia de Jehová, allí, bien abajo".
Después que todos hubieron mirado, uno por uno, el jefe se dirigió a Paton diciéndole: "¡Misionero, la obra de tu Dios, Jehová, es admirable, es maravillosa! Ninguno de los dioses de Aniwa jamás nos bendijo tan maravillosamente. Pero, misionero, ¿continuará El dándonos siempre esa lluvia en esa forma? o, ¿vendrá como la lluvia de las nubes?" El misionero explicó, para gozo inefable de todos, que esa bendición era permanente y para todos los aniwaianos.
Durante los años siguientes a este acontecimiento, los nativos trataron de cavar pozos en seis o siete de los lugares más probables, cerca de varias villas. Sin embargo, todas las veces que lo hicieron, o se encontraron con roca, o el pozo les daba agua salada. Entonces se decían: "Sabemos cavar, pero no sabemos orar como el misionero, y por lo tanto, ¡Jehová no nos da lluvia desde abajo!"
Un domingo, después que Paton había conseguido el agua de pozo, el jefe Namakei convocó a todo el pueblo de la isla. Haciendo ademanes con una hachita en la mano, se dirigió a los oyentes de la siguiente manera: "Amigos de Namakei, todos los poderes del mundo no podrían obligarnos a creer que fuese posible recibir la lluvia de las entrañas de la tierra, si no lo hubiésemos visto con nuestros propios ojos y probado con nuestra propia boca. . . Desde ahora, pueblo mío, debo adorar al Dios que nos abrió el pozo y nos da la lluvia desde abajo. Los dioses de Aniwa no pueden socorrernos como el Dios del misionero. De aquí en adelante, yo soy un seguidor del Dios Jehová. Todos vosotros, los que quisiéreis hacer lo mismo, tomad los ídolos de Aniwa, los dioses que nuestros padres temían, y lanzadlos a los pies del misionero.. . Vamos donde el misionero para que él nos enseñe cómo debemos servir a Jehová. . . Quien envió a su Hijo, Jesús, para morir por nosotros y llevarnos a los cielos."
Durante los días siguientes, grupo tras grupo de salvajes, algunos con lágrimas y sollozos, otros con gritos de alabanzas a Jehová, llevaron sus ídolos de palo y de piedra y los lanzaron en montones delante del misionero. Los ídolos de palo fueron quemados; los de piedra, enterrados en cuevas de 4 a 5 metros de profundidad, y algunos, de mayor superstición, fueron lanzados al fondo del mar, lejos de la tierra.
Uno de los primeros pasos en la vida cotidiana de la isla, después de que se destruyeron todos los ídolos, fue la invocación de la bendición del Señor en las comidas. El segundo paso, una sorpresa mayor y que también llenó al misionero de inmenso gozo, fue un acuerdo entre ellos de celebrar un culto doméstico por la mañana y otro por la noche. Sin duda esos cultos estaban mezclados, por algún tiempo, con muchas de las supersticiones del paganismo.
Pero Paton tradujo las Escrituras y las imprimió en la lengua aniwaiana, y enseñó al pueblo a leerlas. La transformación que sufrió el pueblo de esa isla fue una de las maravillas de los tiempos modernos. ¡Qué emoción tan grande se siente al leer acerca de la ternura que el misionero sentía por esos amados hijos en la fe, y del cariño que ellos, los otrora crueles salvajes que se comían los unos a los otros, mostraban para con el misionero!
¡Ojalá que nuestro corazón arda también en deseos de ver la misma transformación de los millones de habitantes primitivos que hay aún en tantas partes del mundo!
Paton describió la primera Cena del Señor que celebraron en Aniwa, con las siguientes palabras: "Al colocar el pan y el vino en las manos de esos ex antropófagos, otrora manchadas de sangre y ahora extendidas para recibir y participar de los emblemas del amor del Redentor, me anticipé al gozo de la gloria hasta el punto de que mi corazón parecía salírseme del pecho. ¡Yo creo que me sería imposible experimentar una delicia mayor que ésta, antes de poder contemplar el rostro glorificado del propio Jesucristo!"
Dios no solamente le concedió a nuestro héroe el inefable gozo de ver a los aniwaianos ir a evangelizar las islas vecinas, sino también el gozo de ver a su propio hijo, Frank Paton, y a su esposa, ir a vivir en la isla de Tana, para continuar la obra que él había comenzado con el mayor sacrificio.
Fue a la edad de 83 años que Juan G. Paton oyó la voz de su precioso Jesús, llamándolo para el hogar eterno. ¡Cuán grande ha sido su gozo, no solamente al reunirse con sus queridos hijos de las islas del sur del Pacífico, los cuales habían entrado al cielo antes que él, sino también al poder dar la bienvenida a los otros que van llegando allí, uno por uno!