Desde el desierto a las aguas vivas

Odisea de un judío tunecino.

William Raccah

Al sentarme y meditar en lo que estoy a punto de decirles, parece más apropiado empezar por mis inicios hace casi 48 años. Yo soy un judío sefardí. Nací en Túnez, un bello país ubicado en la costa mediterránea de África del Norte, entre Libia y Argelia. El pueblo tunecino tiene una rica historia y cultura. Allí los fenicios establecieron Cartago, de donde lanzaron muchas expediciones marítimas y militares. Recordemos al gran general Aníbal, que cruzó los Alpes con elefantes para saquear Roma.

Los judíos se asentaron a lo largo de la costa mediterránea, tal como había ocurrido en Europa. Se establecieron grandes comunidades judías en los centros comerciales de África del Norte, desde Egipto a Marruecos. Durante los siglos, muchos nativos de esas zonas se unieron en matrimonio con los judíos que habían emigrado de Israel. Con el tiempo, ellos se convirtieron a una forma primitiva de Judaísmo.

Los judíos de Túnez se enfrentaron por un lado con las demandas de una iglesia establecida y por otro con un Islam avasallador. Lamentablemente, muchos fueron forzados a convertirse al Islam, y son musulmanes hasta nuestros días. Otros escogieron la muerte en lugar de aceptar la conversión. Sin embargo, otros pudieron sobrevivir y crecer como judíos en medio de las adversidades, escapando de la muerte a manos de los gobernantes religiosos de turno.

Mi familia procede de estos sobrevivientes, que se aferraron a la fe de sus antepasados. Eran gente dedicada al comercio de frutas exóticas, perfumes, aceite y telas finas. De ellos salieron también muchos estudiosos rabínicos que sostuvieron la fe a pesar de los poderes religiosos dominantes. De hecho, mis dos abuelos eran rabinos muy letrados, que deseaban ver perpetuado su amor por la sabiduría en las generaciones futuras.

Sin embargo, mi padre no fue un rabino. Él encontró su vocación en las artes. Su oficio era tallar con arabescos el respaldo de espejos de oro, plata y cobre. Tenía su propia tienda, donde su talento le aseguraba un buen pasar. Mi madre provenía de una familia más liberal, sobre todo considerando el entorno musulmán en el cual vivían. De algún modo, ella tuvo éxito, llegando a ser abogado, una de las pocas mujeres de su tiempo en lograr semejante suceso.

Así, pues, éste es el contexto en el que yo nací: entre un pueblo rico en historia y cultura; dentro de una familia empapada en religión y educación; y dentro de un país que anhelaba su total emancipación.

La situación política en Túnez a fines de los años ‘40 y principios de los ’50 era incierta, y se preparaba para la independencia y un resurgimiento de la persecución bajo la regla musulmana. Muchos judíos de allí se trasladaron al recientemente creado estado de Israel o a Francia. Algunos de nuestros parientes emigraron a Israel, pero mis padres, que eran gente preparada, fueron enviados como «exploradores» a Francia.

Mis padres se establecieron en París y empezó una nueva vida para mi hermana y yo. Vivimos en un departamento de dos piezas en el cuarto piso de un edificio que parecía a punto de derrumbarse. Compartíamos baños comunes con nuestros vecinos. No había tina de baño ni ducha, y era una verdadera proeza asearse en el fregadero de la cocina.

Típicamente, mis días se dividían entre la escuela local y el Talmud-Torah, donde se me impartían los fundamentos de la fe judía. Los judíos norteafricanos en París llegaron a ser una próspera comunidad de exiliados que añoraban tanto el pasado como el futuro. Cazados entre dos mundos, nosotros creamos uno propio. Nuestra música, lenguaje, comidas y costumbres eran reminiscencias de nuestro pasado. Las pequeñas sinagogas se volvieron el punto focal para muchas familias que intentaban conservar su identidad. Dentro de ese contexto, uno podía casi olvidar que había otro mundo a unas pocas estaciones de metro más allá.

Cuando yo tenía 11 años, mi familia se trasladó más al centro de la ciudad. Por primera vez, vivimos entre personas que hablaban, vestían y cocinaban diferente. Fuimos confrontados y rodeados por ‘goyim’. ¡Nunca antes yo había visto tanta gente que no era como nosotros! También descubrí la libertad que permitía el metro y el sistema de autobuses.

Mientras mis compañeros de clase ‘cristianos’ se preparaban para sus confirmaciones religiosas, yo me preparaba para mi Bar Mitzvah. Y cuando me dirigía a mis clases hebreas los jueves y domingos, empecé a cuestionar lo que yo era y lo que suponía ser. Yo sabía que era un judío, pero, ¿qué más había allí para mí? ¿Podría yo disfrutar la vida un poco más?

Mi Bar Mitzvah fue el evento del año en la comunidad tunecina de París. Yo estaba allí para mostrar a todos que la tradición seguía vigente. Yo era uno de los primeros niños tunecinos recientemente llegados en graduarse y asumir un lugar de responsabilidad en la comunidad judía. A cualquier joven le afecta cuando en un día especial de su vida se hace tanto alboroto, aun cuando él no lo entienda del todo. ¡Y qué sucesos fueron aquéllos! Empezaron con mi ida a la Torah en la grande y vieja sinagoga de la calle de la Victoria. Luego mi familia hizo una recepción inmensa con música en vivo, una gran cena y abundancia de regalos. El recuerdo de esa celebración perduró en la sinagoga un largo tiempo.

Después de que mi gran día hubo pasado, me propuse descubrir quién era yo realmente. Había un mundo grande allá afuera y quise explorarlo. La gente, los países, la comida, la música, la literatura; todo me llamaba. Así, a los 15 años, contra los deseos de mis padres, empaqué lo que pude en una mochila nueva e hice autostop al sur de Francia. Éste fue el primero de muchos viajes de descubrimiento.

Habiendo sobrevivido esa jornada, me aventuré luego un poco más lejos. Me inscribí para ir a Israel por dos meses con un grupo de jóvenes colonos judíos, de una organización pro comunista que iba a establecer un kibbutz (granja comunitaria) en Israel. Mi familia creía que la afiliación política izquierdista estaba reñida con nuestras raíces judías ortodoxas. Pero después de muchos lamentos, lágrimas, promesas y muchos debates, ellos cedieron.

Fue una experiencia increíble. Descubrí otro aspecto de la vida y cultura judía, vi gente que afirmaba su identidad en otra cosa diferente a las oraciones y asistencia a la sinagoga. Estos jóvenes tenían una contagiosa alegría de vivir que me cautivaba. ¿Cómo podría yo regresar a mi mundo cerrado? ¿Cómo podría actuar como si lo que vivíamos en casa fuese la única forma de expresar nuestra herencia?

En casa de nuevo, intenté ser el buen muchacho judío que recitaba sus oraciones, iba a la sinagoga y participaba en las variadas celebraciones. Fuera, yo exploraría diversos ámbitos acerca de la comida, música e ideas de las cuales nunca antes me habría preocupado. Me hice amigo de personas con quienes no tenía nada en común. Viajé por Europa, haciendo autostop la mayor parte del tiempo. Fui a la universidad y tomé cursos en los cuales no tenía interés, sólo para aplacar a mis padres.

Finalmente, llegué a una encrucijada. ¿Quién era yo, realmente? Nacido en Túnez, educado como un judío francés, tratando de definir lo que era y lo que suponía ser, yo tenía que tomar algunas decisiones. ¿Debía aceptar la cultura de mis padres como el refugio seguro que ellos creían tener? ¿Debía asimilarme a la cultura francesa, como tantos judíos habían hecho, y simplemente llegar a ser nominal en mi Judaísmo? ¿Qué hacer?

Yo estaba quebrado entre dos mundos. Exasperado, e incapaz de encontrar respuestas dentro de mi contexto inmediato, anuncié que me establecería en Israel. Pensé que probablemente era el mejor lugar para descubrir lo que significaba ser un judío.

La Guerra de Yom Kippur había empezado, e Israel estaba en el medio de esta crisis cuando me reuní a un grupo de jóvenes judíos franceses, en un vuelo a Tel Aviv. Debido a la guerra, nosotros éramos los únicos pasajeros en el avión y la tripulación nos trató regiamente. En el aeropuerto nos asignaron de inmediato la calidad de inmigrantes. Al día siguiente nos trasladamos al kibbutz que iba a ser nuestro hogar durante los próximos seis meses.

Nuestro contingente francés no era el único grupo inscrito para este turno de seis meses. Había jóvenes de los Estados Unidos, Sudáfrica, Canadá, Suecia, Rusia, Australia y Argentina. ¡Qué mezcolanza de idiomas! Durante las primeras semanas hablábamos más con nuestras manos que de otra forma (los franceses éramos muy buenos en eso). ¡Y aquí es donde mi historia realmente empieza!

Mientras comíamos en la cafetería común, observé a una chica que miraba fijamente su plato unos momentos antes de comer. Preguntándome si habría una mosca u otra criatura alada en la comida, empecé también a mirar mi plato. No viendo nada sospechoso, procedí a comer. Y así lo hizo ella también.

Sin embargo, en la próxima comida, observé la misma actitud. La comida siguiente, lo mismo de nuevo. ¿Qué estaba pasando aquí? Bien, tenía que averiguarlo. Gesticulando como un títere, y usando un poco de hebreo con acento inglés, le pregunté si alguna criatura detestable devoraba nuestra insípida comida. Para sorpresa mía, después de hacer yo el bobo, ella respondió en buen francés. ¡Vaya sorpresa! Ella era de Canadá, donde el francés es uno de los dos idiomas oficiales.

Judit me explicó que no había nada malo con la comida. Realmente, ella la encontraba muy sabrosa. No, lo que yo percibía como su «mirada fija» era simplemente el momento de dar gracias a Dios por los alimentos que él había proporcionado.

Ahora, ¿qué significaba todo eso? ¡Yo estaba en un kibbutz secular, entre judíos seculares de alrededor del mundo, y esta chica estaba orando por su comida!

Su historia era muy sencilla. Ella era un cristiana que había completado su Universidad Bíblica en Canadá. Junto a tres de sus amigos, había viajado a Israel para descubrir la Tierra que ellos habían estudiado durante los tres años anteriores. Debido a la guerra, no pudieron viajar juntos y fueron puestos en diferentes kibbutz. De manera que aquí estaba ella, entre todos estos judíos, pero guardando algún sencillo ritual arraigado profundamente en su fe.

Ella me simpatizó, ya que podía hablar francés, pero yo no iba a hacer lo que ella hacía. Después de todo, yo había crecido en la sinagoga. El Talmud-Torah era mi segundo hogar. Así que le hice algunas preguntas acerca de sus creencias. Era muy evidente que no hablábamos el mismo idioma. Mientras ella trataba de explicarme cosas de la Biblia, yo sólo podía referirme al Talmud. Reconocí los nombres de algunos de los libros que mencionaba; igual sabía los nombres de algunos de los profetas que ella citaba. Pero no estábamos leyendo del mismo texto. Entonces, ella me dijo finalmente que adquiriese una Biblia, preferentemente en francés, para que yo pudiera entender, y empezara a leerla.

Decidido a no dar mi brazo a torcer, tomé el autobús a Haifa y busqué una Biblia francesa completa. Orgulloso de mi nueva adquisición, regresé al kibbutz. En el viaje en autobús empecé a hojear el libro. Todos los nombres y pasajes que ella me había citado se esparcieron ante mí. No queriendo perderme nada, empecé con Génesis 1:1. Me extasié tanto con el texto que yo leía en francés por primera vez, que casi olvidé mi paradero. ¡Y aquí empezó lo bueno! Cuanto más yo leía, más preguntas tenía. Mientras más preguntaba, más satisfactorias era las respuestas que recibía. Las respuestas me incitaban a leer más, a plantear más preguntas, respuestas, etc.

Por ejemplo, yo había aprendido muchas historias rabínicas sobre personajes de la Biblia, ¡pero esas mismas historias talmúdicas no estaban en ella! Yo quería saber por qué la tradición oral con la que había crecido no se registraba en las páginas de la Escritura. Luché con el hecho de que no había una plétora de interpretaciones rabínicas para escoger en las Escrituras, y que en lugar de los personajes que tienen intermediarios en la forma de ángeles u otras creaciones celestiales, Dios regularmente interactuaba con su creación. Noté que las Escrituras mostraban a Abraham, Moisés y David relacionándose con Dios sin adición de agentes sobrenaturales. Esto me sorprendió, incluso me sobresaltó, y activó la noción de que yo, un joven judío tunecino, podría posiblemente interactuar con mi Dios, y aun tener una relación personal con el Creador.

Al mismo tiempo, se amplió mi comprensión de Jesús, «el gentil». Yo nunca antes había leído el Nuevo Testamento. En sus páginas descubrí a un maestro diferente del que me había sido mostrado por mis padres y los rabinos. Vi a Jesús amando al pueblo judío. Lo reconocí como un rabino con enseñanza propia que hablaba verdad. Él hablaba en un contexto que cualquier judío podía entender, y en cierto modo eso me estaba impactando. Yo le admiré en los relatos del evangelio. Él era un héroe desvalido – pero no vencido; y me simpatizó.

En ese punto, habiendo sido saciado por este estudio de la Biblia, y siendo incapaz de refutar la aplastante evidencia en favor de Jesús, declaré a Judit que estaba dispuesto a ser un creyente en Jesús como Mesías. Su respuesta me sorprendió. «¡Oh, no tan rápidamente! Entre pensar que uno está listo y estar realmente preparado hay un mundo de diferencia», me advirtió.

Mientras muchos cristianos habrían estado felices de aceptar mi decisión, Judit me puso a prueba. Ella quería que yo estuviera seguro de saber lo que estaba haciendo; no quería que yo decidiera sólo emocionalmente, por la experiencia del momento. Además, ella entendía el tipo de reacción que tendría mi familia judía tunecina a mi fe, y la presión que yo debería enfrentar. Judit supo que aún no era mi tiempo.

Con vigor renovado, tomé la Biblia y decidí que si había alguna verdad en las demandas de la cristiandad, yo la encontraría. Después de más semanas de leer e inquirir, anuncié finalmente que creía en Jesús como el Mesías y me contaba como un creyente suyo. Mi tutora me dijo que yo había dado la respuesta correcta. ¡Finalmente había llegado! No necesité una ceremonia especial o revelación especial, sino que la fe sencilla, en la cual hallé la convicción de pertenecer a Aquel que había muerto para que yo pudiese tener vida eterna, era ahora mía.

Ahora, creer en Jesús en Israel en los años ‘70 no era fácil. Yo no sabía dónde ir para ser sustentado y crecer en la fe, así que decidí volver a Francia. Pero allí la atmósfera era aún más asfixiante. En París, mis padres reaccionaron muy mal a mi nuevo compromiso. En su concepto, yo los había traicionado a ellos y a una larga tradición sefardí; había defraudado sus esperanzas y aspiraciones para mí. Siendo el primogénito, se esperaba que yo llegase a ser el rabino de la familia, y esto ya nunca sería realidad.

Para crecer en mi fe, yo necesitaba un nuevo comienzo. Recordando que mi guía era de Canadá, decidí empezar allí. En lugar de trasladarme al Montreal de habla francesa, decidí ir a Alberta y renovar contacto con la muchacha que me había conducido a la fe en mi Mesías. El hecho de que ella era bonita fue un gran incentivo, aunque no mi motivación principal.

Su familia y su iglesia me acogieron, y por primera vez empecé a estudiar sistemáticamente y a crecer en mi fe. Pero la escuela dominical y los estudios de la Biblia no eran suficientes para mí. También, mi relación con Judit había evolucionado y le propuse matrimonio. Lo hice con una condición: que yo empezaría la Universidad Bíblica en la temporada siguiente, para ahondar mi comprensión de la Escritura y mi relación con Jesús. Ella estuvo de acuerdo, y nos casamos el 26 de junio de 1976.

Hubiese querido que mis padres estuviesen allí. Ellos dejaron de hablarme después que me convertí en seguidor de Jesús. Aunque yo les escribía, ellos no se contactaron conmigo durante 11 años. Sin embargo, restablecieron la comunicación cuando nacieron mis hijos, y estoy agradecido por eso.

Desde que entregué mi vida a Jesús, no he vuelto atrás. Actualmente estoy completando estudios sobre el Antiguo Testamento y enseñando en una Universidad en Ontario. Mi jornada no ha terminado. He viajado desde Túnez a París, a Israel y a Canadá, pero lo más importante es haber viajado a Jesús, en quien he hallado respuesta a las preguntas vitales de la vida.

Traducido de: http://www.jewsforjesus.org