JONATAN GOFORTH

"Con mi Espíritu" 1859-1936


   Cierto día del año 1900, en Changte, en el interior de la China, pasó un correo galopando velozmente. Llevaba un despacho de la emperatriz al gobernador,

ordenándole que tomase medidas para exterminar, inmediatamente, a todos los extranjeros. En aquella horrible masacre que siguió, Jonatán Goforth, su esposa e hijos pequeños, fueron cercados por millares de bóxers, determinados a quitarles la vida.

El padre de familia, al caer al suelo, víctima de un tremendo golpe que casi le partió el cráneo, oyó una voz que le decía: "¡No temas! ¡Tus hermanos están orando por ti!" Antes de quedar inconsciente, vio que llegaba a galope un caballo que amenazaba atropellarlo. Al volver en sí, vio que el caballo había caído a su lado, pataleando de tal manera que sus atacantes fueron obligados a desistir del propósito de matarlo.

Así, pues, el misionero reconoció que la mano de Dios lo protegió maravillosa y constantemente todo el tiempo de la masacre de los bóxers, en la cual centenares de creyentes fueron muertos. Jonatán Goforth y su familia se salvaron de las innúmeras situaciones angustiosas que pasaron entre el pueblo amotinado, hasta que por fin, veinte días después, llegaron al litoral del país.

Rosalind y Jonatán Goforth vivían su vida escondidos con Cristo en Dios. He aquí, en sus propias palabras, cómo vivían: "No es solamente necedad aceptar para nosotros la gloria que pertenece a Dios, sino que además es un grave pecado, porque el Señor dijo: "A otro no daré mi gloria."

Siendo aún joven, Jonatán Goforth adoptó las palabras de Zac:4:6 como lema de su vida: "No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos."

Alguien que lo conocía íntimamente, escribió lo siguiente: "Ante todo Jonatán Goforth era un conquistador de almas. Fue por esa razón que se hizo misionero en el extranjero; no había otro interés, otra actividad ni otro ministerio que lo atrajese. . . Con el fuego del amor de Dios en su corazón, él manifestaba un entusiasmo irresistible y una energía incansable. Nada podía impedir sus esfuerzos dinámicos en la obra, para la cual Dios lo había llamado. Era así tanto a los 77 años de edad, como cuando tenía 57. Con la pérdida de la vista durante los últimos tres años de su vida, no disminuyeron sus bríos  al contrario, parece que aumentaron."

Sus propias palabras nos revelan cómo fueron echados los cimientos de su vida, constantemente esforzada al servicio del Señor: "Mi madre, cuando mis hermanos y yo éramos todavía pequeños, nos enseñaba con un desvelo incesante las Escrituras y oraba con nosotros. Una cosa que tuvo una gran influencia sobre mi vida, fue el hecho de que mi madre me pidiese que le leyera los Salmos en voz alta.

Yo tenía apenas cinco años cuando comencé a hacer ese ejercicio y encontré su lectura fácil. Con la práctica adquirí la costumbre de memorizar las Escrituras, cosa que continué haciendo con gran provecho."

Todos podríamos decir que es muy fácil que la lectura de las Escrituras y la oración degeneren en una monótona formalidad. Pero, al contrario, el semblante de Jonatán Goforth, se iluminaba con el reflejo de la gloria de las Escrituras que recibía en su alma. Después de su muerte, una criada católica romana declaró lo siguiente: "Cuando el señor Goforth se hospedaba en la casa donde trabajo, yo le miraba el rostro y me preguntaba a mí misma: ¿Será así el rostro de Dios?"

Acerca de la conversión de su padre, Jonatán escribió lo siguiente: "En la época de mi conversión, yo estaba viviendo con mi hermano Guillermo. Cierta vez nuestros padres fueron a visitarnos y se quedaron con nosotros más o menos un mes. Hacía tiempo que el Señor me había guiado a realizar cultos domésticos. Así pues, un día anuncié: 'Celebraremos un culto doméstico hoy, y pido a todos que se reúnan después de la comida.' Yo esperaba que mi padre se manifestase contrario a la idea, porque en su casa no habíamos acostumbrado dar gracias a Dios antes de las comidas, ¡cuánto más celebrar un culto doméstico! Leí un capítulo de Isaías, y después de hablar algunas palabras, oramos juntos, de rodillas. Continuamos celebrando los cultos domésticos durante todo el tiempo que me encontraba en casa. Después de algunos meses, mi padre fue salvo."

Cuando el joven Goforth realizaba sus estudios secundarios en el gimnasio, su ambición era llegar a ser abogado, hasta que, cierto día, leyó la inspiradora biografía del predicador Roberto McCheyne. No solamente se desvanecieron para siempre todas sus ambiciones, sino que él también dedicó toda su vida a llevar almas al Salvador. En ese tiempo, el joven "devoró" los siguientes libros: "Los discursos de Spurgeon"; "Los mejores sermones de Spurgeon"; "La gracia abundante" (Bunyan) y "El descanso de los santos" (Baxter). Por supuesto, la Biblia era su libro predilecto y acostumbraba levantarse dos horas más temprano para estudiar las Escrituras, antes de ocuparse en cualquier otro servicio del día.

Acerca del llamado que recibió de Dios en ese tiempo, él escribió lo siguiente: "A pesar de sentirme dirigido hacia el ministerio de la Palabra, me negaba terminantemente a ser un misionero en el extranjero. Pero un colega me invitó a asistir a una reunión de un misionero, el cual hizo el siguiente llamado: 'Desde hace dos años voy pasando de ciudad en ciudad, contando la situación de Formosa y rogando que algún joven se ofrezca para auxiliarme. Pero parece que no he logrado transmitir la visión a ninguno. Así pues, regreso solo. Dentro de poco tiempo mis huesos se estarán blanqueando en la ladera de algún cerro en Formosa. Se me oprime el corazón al saber que ningún joven se siente llamado a continuar el trabajo que yo inicié.'

"Al oír esas palabras, me sentí sumamente avergonzado. Si la tierra me hubiese tragado, habría sido para mí un alivio. Yo que había sido comprado con la preciosa sangre de Cristo, osaba planear mi vida de acuerdo con mi voluntad únicamente. Oí entonces la voz del Señor que me decía: '¿ A quién enviaré, y quién irá por nosotros?' Y respondí: 'Heme aquí, envíame a mí' Desde entonces soy misionero. Leía ávidamente todo lo que podía encontrar acerca de las misiones en el extranjero y me esforzaba por transmitir a los demás la visión que yo había alcanzado — la visión de los millones de seres humanos que no han tenido la oportunidad de escuchar a un predicador."

Por fin, llegó el tiempo de iniciar sus estudios en Toronto. El primer domingo él lo pasó trabajando entre los presos de la prisión "Don", una costumbre que continuó durante todos los años de sus estudios en esa ciudad. Durante la semana, él dedicaba mucho tiempo a ir de casa en casa ganando almas para Cristo. Cuando el director del colegio donde estudiaba, le preguntó cuántas casas había visitado durante los meses de junio a agosto, él respondió: "Novecientas sesenta."

Fue en aquel tiempo de estudiante que Jonatán Goforth se casó con Rosalind Bell-Smith. Acerca de ese acontecimiento, ella escribió lo siguiente: "Desde los veinte años de edad, comencé a orar pidiéndole al Señor que si El deseaba que yo me casara, que me dirigiese a un joven enteramente dedicado a El y a su servicio. . . Cierto domingo yo estaba presente en una reunión de obreros de la Toronto Mission Union. Un poco antes de comenzar la reunión, alguien llamó desde la puerta a Jonatán Goforth. Cuando él se levantó para ir afuera, dejó la Biblia sobre la silla. Entonces hice algo que nunca me he podido explicar, ni he hallado disculpas para ello; me sentí impelida a ir hasta la silla de él, tomé la Biblia y volví a mi silla. Al hojear rápidamente el libro, me di cuenta de que estaba muy gastado por el uso, y lo coloqué de nuevo en la silla de su dueño. Todo eso sucedió en un intervalo de pocos segundos. Allí mismo sentada en el culto me dije a mí misma: 'Ese es el joven con quien sería bueno que yo me casara.' "

La joven continuó diciendo: "Ese mismo día fui designada, juntamente con otras, para abrir un punto de predicación en otra parte de Toronto. Jonatán Goforth estaba también incluido en ese grupo. Durante las semanas siguientes tuve muchas oportunidades de ver la verdadera grandeza de ese hombre, la que ni su exterior despreciable podía esconder. Así, cuando él me preguntó: '¿Quieres unir tu vida a la mía para irnos a la China?' yo, sin vacilar un solo momento, le respondí: 'Quiero.' Pero algunos días más tarde fue muy grande mi sorpresa cuando él me preguntó: ¿Me prometes que nunca me vas a impedir que coloque al Señor y a su obra en primer lugar, aun antes que tú?' Esa era la misma clase de joven que yo había pedido en oración, para que Dios me lo diese como marido, y firmemente le respondí: 'Prometo hacerlo siempre.' ( ¡Oh, cuán benigno fue el Maestro, al ocultarme lo que esa promesa significaba!)

"Pocos días después de haberle prometido lo que me pidió, vino la primera prueba. Yo siempre había soñado (como mujer que era) con el bonito anillo de casamiento que iba a recibir. Fue entonces cuando Jonatán me dijo: ¿Te disgustaría si no te compro un anillo?' Inmediatamente me explicó, con gran entusiasmo, cómo se esforzaba en la distribución de libros y folletos sobre el trabajo que se realizaba en la China. Quería economizar todo lo que le era posible para esa importante obra. Al oírlo y después de contemplar la luz de su rostro, las visiones de un anillo bonito se desvanecieron. Era mi primera lección sobre los verdaderos valores."

El 19 de enero de 1888, centenares de creyentes se congregaron en la estación de Toronto para darle la despedida al matrimonio Goforth que se iba a trabajar en la obra de Dios en la China. Antes de que partiera el tren, todos bajaron la cabeza en oración y, al partir el tren, la gran multitud cantaba: "Adelante, soldados de Cristo." Y una vez que estuvieron fuera de la estación, la pareja que iba en el tren rogaba a Dios que los guardase para vivir eternamente dignos de la gran confianza que esos hermanos habían depositado en ellos.

Poco después de haber llegado a la China, Hudson Taylor les escribió: "Hace diez años que nuestra misión se esfuerza por entrar al sur de la provincia de Honán y solamente ahora es que lo hemos conseguido. . . Hermano, si usted quiere entrar en esa provincia, debe avanzar de rodillas." Pero, si la Misión del Interior de la China, que tenía misioneros y auxiliares experimentados en la lengua y en las costumbres del pueblo, había fracasado durante diez años en esa provincia, ¡¿cómo podía entrar él, un joven sin experiencia y sin conocer la lengua?! Las palabras de Hudson Taylor, "avanzar de rodillas", se convirtieron en el lema de la misión de Goforth para entrar al sur de Honán.

A Jonatán Goforth le llevó más tiempo aprender la lengua, que a su compañero que llegó un año después que él. Cierto día, al salir a predicar, muy desesperanzado le dijo a su esposa: "¡Si el Señor no obra un milagro para que yo aprenda esta lengua, seré un gran fracaso como misionero!" Dos horas después volvió diciendo: "¡Oh, Rosa! ¡Qué maravilla! Al comenzar a predicar, las palabras y las frases se me volvieron tan fáciles que la gente me comprendió bien." Dos meses después recibieron una carta de los estudiantes del colegio Knox, de Toronto, en la que relataban cómo cierto día y a cierta hora ellos se reunieron para orar por ellos — "solamente por los Goforth" — y cómo quedaron convencidos de que ellos fueron bendecidos por Dios, porque sintieron tanto la presencia y el poder de Dios en su oración. Goforth, al abrir su diario, descubrió que fue ese mismo día y a esa misma hora que Dios le dio la habilidad de hablar con toda facilidad. Algunos años después cierto compatriota suyo, que hablaba bien el chino, le dijo acerca de su estilo de hablar: "Se le comprende muy bien a usted cuando habla, mucho mejor que a cualquier otra persona que yo conozca."

Un veterano misionero le dio el siguiente consejo a Goforth: "Los chinos tienen tantos prejuicios sobre el nombre de Jesús, que usted debe esforzarse primero por demoler los dioses falsos, y sólo después debe mencionar el nombre de Jesús, si tiene la oportunidad de hacerlo." Al contar esto a su esposa, Goforth exclamó indignado: "¡Nunca! ¡Nunca! ¡NUNCA!" Y en ningún momento él se levantó para predicar, sin tener la Biblia abierta en la mano.

Cuando años más tarde, los misioneros novatos le preguntaron el secreto del fruto extraordinario de su ministerio, él respondió: "Dejo que Dios hable a las almas de los oyentes por intermedio de su propia Palabra. Mi único secreto para tocar el corazón de los más viles pecadores, es mostrarles su propia necesidad y predicarles al poderoso Salvador que los puede salvar. . . Ese era el secreto de Lutero, era el secreto de Juan Wesley, y nadie se aprovechó más de ese secreto que D.L. Moody." Para manejar la "Espada del Espíritu" con gran habilidad, Goforth la "afilaba" estudiándola diariamente, sin fallar. En vez de hablar contra los ídolos, él exaltaba a Cristo crucificado, que atraía a los pecadores y los convencía a que dejasen sus vanidades.

En 1896 él escribió: "Después de llegar a Changte, hace cinco meses, el poder del Espíritu Santo se ha estado manifestando casi diariamente para regocijo nuestro. Durante todos estos meses un total de más de 25.000 hombres y mujeres nos han visitado en nuestra casa, y todos nos han oído predicar el evangelio. Predicamos, como promedio, unas ocho horas al día. Hay a veces más de 50 mujeres reunidas en la terraza (él predicaba a los hombres, mientras que su esposa predicaba a las mujeres). . . Casi todas las veces que exaltamos a Cristo como nuestro Redentor y Salvador, el Espíritu Santo convierte a alguno y, a veces, a diez o a veinte."

Sin embargo, no debemos pensar que estos misioneros escaparon de grandes tribulaciones. Poco después de haber llegado ellos a la China, un incendio destruyó todas sus posesiones terrenales. El calor del verano era tan intenso que su primogénita, Gertrudis, falleció y fue necesario llevar el cadáver a una distancia de 75 kilómetros, a un lugar donde se permitía enterrar a los extranjeros. Cuando falleció otro hijito, Donald, fue necesario hacer la misma larga peregrinación de 75 kilómetros con los restos mortales. Después de haber pasado doce años en la China, nuevamente perdieron todo cuanto tenían en la casa, porque las aguas de una inundación subieron a la altura de dos metros dentro de la casa.

En 1900, poco después de que otra hija, Florencia, se les muriera de meningitis, vino la insurrección de los bóxers — a la cual nos referimos al comienzo de la presente biografía. Durante el levantamiento de los bóxers, muchos centenares de misioneros y creyentes fueron brutalmente asesinados. Solamente la mano de Dios los guió y los sustentó en su fuga de Changté — un viaje de 1500 kilómetros, en una época de intenso calor y llevando a uno de sus cuatro hijos enfermo. Fueron innumerables las veces que se vieron cercados por las multitudes, que clamaban: "¡Matadlos! ¡Matadlos!" Una vez la multitud enfurecida les tiró piedras tan grandes que les quebraron varias costillas a los caballos que arrastraban la carreta, ¡pero todas las personas del grupo escaparon con vida! Goforth recibió varios golpes de espada, uno de los cuales le llegó hasta el hueso del brazo izquierdo, cuando lo levantó para protegerse la cabeza. A pesar de que el grueso casco que tenía en la cabeza quedó casi enteramente cortado en pedazos, él logró mantenerse en pie, hasta que recibió un golpe que por poco le partió el cráneo. Pero Dios no permitió que las manos de los hombres los destruyesen, porque aún tenía que realizar una gran obra en la China por intermedio de esos siervos suyos. Así pues, sin poder cuidar de sus heridas y con las ropas ensangrentadas. el grupo enfrentaba a las multitudes furiosas, día tras día, hasta que llegó a Shangai. Desde allí, la familia embarcó en un navío para el Canadá.

Después que disminuyó el peligro en la China, nuestros incansables héroes estaban nuevamente ocupados en su trabajo en Changté. La región fue dividida en tres partes: La parte que le tocó a Goforth fue el vasto territorio que se extiende al norte de la ciudad, que tiene innumerables villas y poblados.

La idea de Goforth era arrendar una casa en un centro importante, pasar un mes evangelizando, y después mudarse para otro centro. Quería que su esposa predicase en el patio de la casa durante el día, mientras él y sus auxiliares predicaban en las calles y en los poblados vecinos. Por la noche celebrarían los cultos juntos, ella tocando el harmonio. Al fin del mes podrían dejar a uno de sus auxiliares para que enseñase a los nuevos convertidos, mientras el grupo pasaba para otro centro. Acerca de ese plan la esposa de Goforth escribió:

"De hecho, el plan había sido bien concebido, a no ser por una cosa: no se acordó de los niños. . . Yo me acordé de cómo en Hopei, los niños, atacados de varicela, me rodeaban mientras yo sostenía en brazos al más pequeño. Me acordé de las cuatro tumbas de nuestros hijitos y endurecí mi corazón como un pedernal contra ese plan. ¡Cómo mi marido suplicaba día tras día! 'Rosa, por cierto el plan es de Dios y yo temo que pueda sucederles algo a nuestros hijos si le desobedecemos. El lugar más seguro para ti y para nuestros hijos está en el camino de la obediencia. Piensas en guardar seguros a nuestros hijos en casa, pero Dios puede mostrarte que estás equivocada. Pero El protegerá a nuestros hijos si tú obedeces confiando en El.' Poco después Wallace cayó enfermo de disentería asiática y por quince días luchamos para salvar a la criatura. Mi marido me dijo: 'Oh, Rosa, cede a Dios, antes de perderlo todo.' Pero a mí me parecía que Jonatán era duro y cruel. Entonces nuestra hijita Constancia cayó enferma también de la misma dolencia. Y en esa circunstancia Dios se reveló a mí como un Padre en quien yo podía confiar para conservar a mis hijos. Bajé la cabeza y dije: 'Oh, Dios, es demasiado tarde para Constancia, pero confío en ti, protege a mis hijos. Iré a dondequiera que me mandes.' En la tarde del día en que la niña falleció mandé a llamar a la señora Wang, una creyente fervorosa y amada, y le dije: `No puedo contarle todo ahora, pero estoy resuelta a acompañar a mi marido en sus viajes de evangelización. ¿Quiere ir conmigo?' Con lágrimas en los ojos ella respondió: 'No puedo, pues la niña puede enfermar bajo tales condiciones.' No queriendo insistir, pedí que ella orase y me respondiese después. Al día siguiente ella volvió con los ojos llenos de lágrimas y, con una sonrisa, dijo: 'Iré con usted.' "

Resulta notable observar que de allí en adelante no falleció ningún otro hijo de los Goforth en China, a pesar de los muchos años que pasaron en esa vida nómada de evangelización. Goforth observó tan fielmente su costumbre de levantarse a las cinco de la mañana para su oración y estudio de las Escrituras, como cuando estaba en su casa en Changté. Generalmente, para el estudio tenía que quedarse en pie delante de la ventana, con las espaldas vueltas a su familia.

En cuanto a la obra en Changté, son de Goforth estas palabras: "Durante los primeros años de mi trabajo en China, me contentaba con recordar que siempre hay sementera antes de la cosecha. Pero ya habían pasado más de trece años y la cosecha parecía cada vez más distante. Yo tenía la seguridad de que habría algo mejor para mí, si tuviese la visión y la fe para apropiármelo. Estaban constantemente ante mí las palabras del Maestro en Juan 14:12: 'De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, el las hará también: y aun mayores hará, porque yo voy al Padre.' Y sentía profundamente cómo en mi ministerio faltaban las 'mayores obras'. "

En el año 1905, Jonatán Goforth leyó en la autobiografía de Carlos Finney, que un labrador puede orar pidiendo una cosecha material independiente del cumplimiento de las leyes de la naturaleza, con tanta razón como los creyentes esperan una gran cosecha de almas en respuesta a sus oraciones, sin cumplir las leyes que gobiernan la cosecha espiritual. Resolvió entonces saber cuáles eran esas leyes y se decidió a cumplirlas a cualquier precio.

Hizo entonces un estudio a fondo y de rodillas, sobre el Espíritu Santo y escribió sus notas en los márgenes de su Biblia china. Cuando comenzó a enseñar esas lecciones a los creyentes, hubo un gran quebrantamiento, que llevó a la confesión de pecados. Fue en la gran exposición idólatra de Hsun Hsien donde Dios mostró primeramente su gran poder en el ministerio de Goforth. Durante el sermón, un obrero exclamó en voz baja: "Esta gente está tan conmovida por la predicación, como lo estuvo la multitud en el día de Pentecostés por el sermón de Pedro." En la noche de ese mismo día, en un salón arrendado y en el que no cabía toda la gran multitud pagana que quería asistir, Goforth predicó sobre el texto: "Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero." Casi todos quedaron quebrantados y convencidos de pecado, y cuando el predicador hizo el llamado, se levantaron clamando:

"¡Queremos seguir a ese Jesús que murió por nosotros!" Uno de los obreros presentes expresó así lo que vio: "Hermano, Aquel a quien oramos durante tanto tiempo para que viniese, vino en efecto esta noche." En los días que siguieron, muchos pecadores fueron salvos en todos los puntos de predicación y en todos los cultos.

Acerca del avivamiento que en ese tiempo visitó a Corea, uno de los misioneros escribió acerca de lo que presenció: "Los misioneros eran como los demás creyentes; no había ninguno entre ellos que tuviese un talento extraordinario. Vivían y trabajaban como todos los demás, a no ser en las oraciones. . . Nunca sentí la presencia divina como la sentí en sus ruegos a Dios. Parecía que esos misioneros nos llevaban al propio trono en el cielo. . . Fui muy bien impresionado también, al ver cómo el avivamiento era práctico... Había decenas de millares de hombres y mujeres completamente transformados por el fuego divino. Grandes templos con asientos para 1500 personas quedaban completamente llenos; era necesario celebrar un culto para los hombres y en seguida, otro para las mujeres, a fin de que todos pudiesen asistir. En todos ardía el deseo de divulgar las 'buenas nuevas'. Los niños se aproximaban a las personas que pasaban por las calles, rogándoles que aceptasen a Cristo como su Salvador. . . La pobreza del pueblo de Corea es conocida en todo el mundo. Con todo, había tanta liberalidad en las ofrendas, que los misioneros no querían enseñar más sobre el deber de contribuir. Había una gran devoción a la Biblia: casi todos llevaban un ejemplar en el bolsillo. Y el maravilloso espíritu de oración penetraba en todo."

Al volver de Corea Goforth fue llamado a Manchuria. Más tarde, él escribió: "Cuando comencé el largo viaje yo estaba convencido de que tenía un mensaje de Dios que entregar a la gente. Pero no tenía idea de cómo presidir un avivamiento. Yo sabía pronunciar un discurso y sabía hacer que la gente orase. Pero no sabía nada más que eso. . ." Goforth tuvo una gran desilusión al llegar a Manchuria: los creyentes no oraban como le habían prometido y ¡la iglesia estaba dividida! Después del primer culto él, solo en su cuarto, cayó de rodillas desalentado y desesperado. Y Dios respondió a su insistencia, enviando un deseo tan grande de orar en las iglesias y una contricción tan profunda por el pecado, que no solamente fueron purificadas de toda clase de pecado sino que los perdidos, en gran número, venían y eran salvos.

El lema del avivamiento del año 1850 fue: "Os es necesario nacer de nuevo"; el de 1870 fue: "Cree en el Señor Jesús". Pero el lema de Goforth fue: "No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu" (Zac:4:6). Que el Espíritu Santo obraba en varios lugares de Manchuria, como respuesta a las oraciones insistentes y frente a dificultades de toda suerte, se ve claramente en lo que él escribió acerca de la obra en la ciudad de Newchang:

"Al subir al púlpito me arrodillé un momento, como de costumbre, para orar. Cuando miré al auditorio parecía que todos los hombres, mujeres y niños que estaban en la iglesia, estuviesen con dolores de remordimiento y juicio. Las lágrimas les corrían copiosamente y hubo confesión de toda clase de pecados. ¿Cómo se explica eso? La iglesia era conocida como una iglesia muerta y sin ninguna esperanza; no obstante, antes de enunciar siquiera una palabra, sin siquiera cantar un himno y antes de orar, comenzó esa obra maravillosa. No hay otra explicación: fue el Espíritu de Dios que obró en respuesta a las oraciones de las iglesias de Mukden, Liaoyang y de otros lugares de Manchuria, las cuales habían experimentado la misma clase de avivamiento y fueron inducidas a interceder por su pobre y necesitada iglesia hermana."

Cuando Jonatán Goforth fue a Manchuria, era casi desconocido fuera del pequeño círculo de su denominación. Unas semanas después, cuando regresó, los ojos de los creyentes de todo el mundo estaban fijos en él. Con todo, él continuó siendo el mismo humilde siervo de Dios, reconociendo que la obra no era de él, sino del Espíritu de Dios.

Chansi es conocida como la "Provincia de los mártires". Cierto doctor chino contó a Goforth cómo había presenciado en esa provincia, durante la insurrección de los bóxers en 1900, la muerte de 59 misioneros. Todos ellos encararon al verdugo con la mayor calma. Una muchachita de cabellos rubios preguntó al gobernador: "¿Por qué debemos morir? ¿No vinieron nuestros médicos de países remotos para dedicar su vida a servir a vuestro pueblo? ¿No fueron curados muchos enfermos sin esperanza? ¿No recuperaron la vista algunos ciegos? ¿Es por causa del bien que hicimos que debemos morir?" El gobernador bajó la cabeza y no respondió. Pero un soldado agarró a la muchacha por los cabellos y de un solo golpe le cortó la cabeza. Uno después de otro, todos fueron muertos; todos murieron con una sonrisa de paz. Ese mismo doctor contó cómo vio entre ellos, a una señora que le hablaba alegremente a su hijito. De un solo golpe ella fue derribada, pero el niño continuaba sujetándole la mano; enseguida, con otro golpe, un pequeño cadáver fue a caer al lado del cadáver de la madre.

Fue a esa misma "Provincia de los mártires" que Dios envió a sus siervos, los Goforth, ocho años después, y sucedió lo que se relata a continuación: "En Chuwahsien, poco después de comenzar a hablar, vi a muchos de los oyentes que bajaban la cabeza, convictos, mientras las lágrimas les corrían por el rostro. Después del sermón todos los que se habían puesto a orar estaban quebrantados. El avivamiento, que comenzó de esa manera, continuó durante cuatro días. Hubo confesiones de toda clase de pecados. El delegado regional se admiró grandemente al oír confesiones de homicidios, de robos y de crímenes de toda clase — confesiones que él sólo conseguiría arrancar de ellos azotándolos hasta casi dejarlos muertos. A veces, después de un culto de tres horas o más, la gente volvía a su casa para continuar orando. Aun en altas horas de la noche había pequeños grupos reunidos en varios lugares, que oraban hasta que casi amanecía el día."

En el colegio de señoritas de Chuwu, en la misma "Provincia de los mártires", "las alumnas insistían en que se les concediese tiempo para ayunar y orar. . . Al día siguiente, cuando las muchachas se reunieron por la mañana para orar, el Espíritu cayó sobre ellas y se quedaron arrodilladas hasta la tarde de ese día."

De los centenares de ejemplos evidentes de la operación poderosa del Espíritu Santo en los corazones, evidenciada en muchos otros lugares, citaremos aquí solamente los siguientes:

Changté: "Casi setecientas personas asistieron por la mañana. Había un fervor entre los hombres, que se esforzaban para ir al frente, de modo que Goforth sólo consiguió predicar por la tarde. El culto era continuo, y se prolongaba el día entero, con intervalos para las comidas."

Kwangchow: "En la iglesia, que tenía asientos para 1.400 personas, no cabían las multitudes. El Espíritu Santo vino con poder extraordinario. Había a veces centenares de pecadores contritos llorando. . ." Dos endemoniados fueron liberados y se convirtieron en creyentes fervorosos en la obra de Dios. En cuatro años, el número de creyentes aumentó de 2.000 a 8.000."

Shuntehfu: "Inesperadamente, una docena de hombres comenzaron a orar y a llorar. . . sin poder resistir el poder del Espíritu Santo. . . Viejos discípulos de Confucio venían al frente, - quebrantados y humillados, para proclamar a Cristo como su Señor. Un total de quinientos hombres y mujeres fueron salvos. Fue, tal vez, la mayor obra del Espíritu Santo que yo haya visto."

Nanking: "Asistieron más de 1500 personas. Centenares más que también querían asistir, no pudieron entrar y regresaron a sus casas. El culto de la mañana duró cuatro horas. El resto del tiempo fue dedicado a la oración y a la confesión de pecados. La multitud que deseaba llegar hasta el estrado para confesar sus pecados fue tan grande, que se hizo necesario construir otra escalera. . . Subí de nuevo al estrado a las tres de la tarde para iniciar el segundo culto. En ese momento centenares de personas comenzaron a venir al frente, y por eso no pude predicar. . . A las nueve de la noche, seis horas después de iniciar el culto, fui obligado a retirarme y a partir rumbo a Pekín, donde los creyentes me esperaban para otra serie de cultos."

Shantung: "El avivamiento fue tan grande que cerca de 3.000 miembros fueron añadidos a la iglesia en tres años."

Respecto de los cultos celebrados entre los soldados del general Feng, la esposa de Goforth escribió lo siguiente: "Desde el comienzo sentimos la presencia de Dios. Dos veces todos los días, Goforth tenía auditorios de 2.000 personas, principalmente oficiales los cuales se mostraban grandemente interesados. . . A las esposas de ellos se les permitió asistir a tres cultos, y Dios me dio poder para hablarles. Casi todas ellas declararon que estaban dispuestas a recibir a Cristo. El general Feng, al ponerse a orar, quedó quebrantado. . . A continuación otros oficiales, uno después del otro, comenzaron a clamar a Dios entre sollozos y lágrimas."

Así continuó la obra, año tras año, por lo general con tres cultos al día, a pesar de los grandes obstáculos. En el período de la sequía de 1920, de 30 a 40 millones de habitantes a nuestro alrededor encararon la muerte por hambre. En 1924 Goforth escribió así a su esposa, que había sido forzada por motivos de salud a volver al Canadá: "Hoy cumplo 65 arios. . . ¡Oh, cómo ansío, más que cualquier avaro codicia el oro, poder tener 20 años aún, para ganar almas!"

Después de cumplir 68 años de edad y su esposa 62, edad en que la mayoría de los hombres se alejan del servicio activo, los dos fueron enviados para un campo enteramente nuevo, en Manchuria — campo remoto, vasto y frío, que se extiende hasta las fronteras de Rusia y de Mongolia. Acerca de su partida, Goforth escribió:

"Cierto día, en el mes de febrero de 1926, mi esposa estaba acostada esperando la llegada de la ambulancia que la habría de llevar al Hospital General de Toronto. De repente, el timbre de la puerta y el del teléfono tocaron simultáneamente. Por el teléfono se nos informó que no habría lugar en el hospital antes de tres días. En la puerta recibimos un cablegrama del general Feng, de la China, en que me rogaba que fuese sin demora. En ese momento le dije a ella: `.¿Qué haré? No puedo dejarte', pues todos pensábamos que ella no viviría muchos meses más. Mi esposa, después de orar, dijo: 'Voy contigo.' Los miembros de la junta estaban reunidos en esa ocasión; así pues les presenté el cablegrama del general Feng y estuvieron de acuerdo en que yo me fuese. Pero cuando les informamos que mi esposa quería acompañarme, se mostraron horrorizados, respondiendo que ella se moriría en el camino. Entonces les respondí: 'Ustedes, hermanos, no conocen a esta mujer como yo. ¡Cuando ella dice que va a ir, es porque ella va!' Así, convinieron en que ella fuese."

Durante mucho tiempo siguiendo el consejo del Cónsul, vivieron en el nuevo campo de Manchuria con sus maletas listas, a fin de poder partir inmediatamente, en el caso de que hubiese una segunda insurrección de los bóxers, como todos lo esperaban. Sin embargo, desde el comienzo Dios honró el servicio de esos siervos suyos, conforme se lee en lo que él escribió a la avanzada edad de 70 años: "Se tienen tres horas de predicación en la mañana y cuatro en la tarde a cargo del grupo de misioneros. . . Desde el primer día hubo conversiones; a veces hasta doce en un solo día. Grande ha sido nuestro regocijo al ver que cerca de 200 personas aceptaron a Cristo durante el mes de mayo."

Hacía mucho tiempo que diversos amigos insistían en que él escribiese la historia de cómo el Espíritu Santo obraba en su ministerio. En un tiempo de intenso frío se vio obligado a hacerse extraer los dientes; durante cuatro largos meses sufrió terribles dolores en los maxilares, a punto de no poder predicar. Fue en esa época que su hijo menor llegó del Canadá. Entonces Goforth logró dictar el material para que el hijo lo pasase a máquina. De esa manera llegó a imprimirse el libro "Con mi Espíritu", obra de gran circulación e influencia.

Después de cuatro años de servicio tuvo que volver al Canadá por causa de la vista de su esposa. Fue durante ese tiempo que Goforth también comenzó a perder la vista. Mientras convalecía de las operaciones que le habían hecho, sin éxito, para restaurarle la vista de un ojo, él relató, una por una, las historias de la obra de la China, historias que su enfermera tomó en taquigrafía y que completan ahora el famoso libro titulado: "Vidas milagrosas de la China".

En 1931, Goforth y su esposa, ella de 67 años y él de 73, pero con los corazones ardiendo por el deseo de ganar almas, volvieron una vez más a la obra de Manchuria. Cuatrocientos setenta y dos convertidos fueron bautizados en 1932. Sucedió que un día cuando Goforth volvía de un viaje evangelístico, al entrar a su casa tuvo que hacerlo a tientas. Después de estar un momento al lado de su esposa, le dijo en voz baja: "Me temo que la retina del ojo izquierdo se haya salido de su lugar." Y así mismo había sucedido. La pérdida completa de la vista fue para él motivo de tristeza, una tragedia sentida por todos. Al mismo tiempo les llegó una carta en que les informaban la necesidad de efectuar una reducción tan grande en lo que recibían para el sustento de los misioneros y para los gastos de los viajes evangelísticos, que parecía imposible continuar la obra. Fue ésa la mayor crisis de toda la vida de Jonatán Goforth. No obstante, sin vacilar, volvió su corazón a Dios. La propia ceguera parecía ser más bien una bendición que una aflicción; Los creyentes se mostraban más unidos a él que antes. Venciendo el desánimo inevitable de los que pierden la vista, no cesó de predicar, con la Biblia — que amaba — abierta en las manos. En el año 1933, setecientos setenta y ocho convertidos fueron bautizados.

Por fin, los Goforth cedieron a la insistencia de los creyentes del Canadá para que volviesen, a fin de animar a las iglesias a que enviasen más misioneros. Durante los preparativos para el viaje supieron que 966 convertidos fueron bautizados en aquel año, 1934. El culto de despedida fue uno de los más conmovedores de toda la historia de la obra misionera. El misionero, tan amado por los creyentes, no podía ver por causa de su ceguera, cómo habían adornado el templo, pero ellos bondadosamente y con gusto, le fueron describiendo todo acerca de las muchas y lindas banderas de seda y terciopelo que cubrían enteramente las cuatro paredes del templo. Los predicadores que hablaron, lo hicieron llorando. Uno de ellos dijo: "Ahora Elías está para irse de nuestro medio, y cada uno de nosotros debe convertirse en un Eliseo."

A la hora de la despedida, en la plataforma de la estación se había congregado una multitud de creyentes que estaban llorando. Goforth, sentado frente a la ventana en el tren, con el rostro virado hacia sus creyentes que tanto amaba, pero que no podía ver, continuaba haciéndoles señales con la cabeza, de vez en cuando, levantando los ojos hacia el cielo, indicando así la bendita esperanza de una reunión en el cielo. Cuando el tren partió, los creyentes, con los ojos llenos de lágrimas, intentaron acompañarlo corriendo paralelamente, a fin de lograr ver una vez más el rostro de sus queridos misioneros.

Durante dieciocho meses, Goforth predicó a grandes auditorios en el Canadá y en los Estados Unidos. Día tras día ese veterano estaba de pie delante de esos auditorios, con su amada Biblia abierta en las manos. Durante el sermón abría el libro, aproximadamente en las páginas de las cuales citaba los pasajes de memoria. El hacía eso teniendo los ojos abiertos y con tanta práctica, que era difícil creer que no los leía como otrora.

El punto principal de sus mensajes se descubre en estas palabras que él dijo cierto día a su esposa: "Querida, acabo de hacer un cálculo mental que prueba con seguridad cuál es el resultado de dar al evangelio la oportunidad de obrar. Si cada uno de los misioneros enviados a la China hubiese llevado tantas almas a Jesús, como los seis misioneros de nuestro campo durante el año 1934, el último año que pasamos en Manchuria, es decir, 166 por cada misionero, el número de conversiones en la China habría alcanzado la cifra de casi un millón de almas, en vez de apenas 38.724. ¡Es decir, habría sido 25 veces mayor!"

Cierto día, cuando tenía que predicar solamente durante la noche, él le dijo a su esposa: "En vez de salir de casa hoy, yo creo que es mejor que participemos de un banquete de la Palabra. Léeme el precioso Evangelio de Juan." Ella le leyó dieciséis capítulos de ese libro. "Se percibía que era un verdadero banquete para él, por la atención que prestaba a la lectura y porque su rostro se iluminaba repetidamente al oír la lectura de ciertos pasajes." Antes de fallecer había leído la Biblia, de tapa a tapa, más de setenta y tres veces.

En la noche del 7 de octubre de 1936, Jonatán Goforth, después de pronunciar un discurso fervoroso y largo sobre el tema: "Cómo el fuego del Espíritu barrió a Corea", se acostó tarde para dormir. A las siete de la mañana del día siguiente su esposa se levantó y se vistió. Enseguida comprobó que más o menos en el momento en que ella se levantó, él "durmiendo aquí en la tierra, en un instante se despertó viendo de nuevo, en la gloria."

Pocos días antes al pensar él había dicho que se regocijaba que el primer rostro que iba a ver sería el de su Salvador.

Cinco años y medio después que Jonatán Goforth durmió en el Señor, Rosalind Goforth se reunió con su muy amado esposo y compañero de luchas. Las últimas palabras que pronunció fueron éstas: "El Rey me llama. Estoy lista."

De ambos se puede decir, como fue dicho respecto de él: "Se entregaba a la oración y al estudio de la Palabra para saber la voluntad de Dios. Fue ese amor por la lectura de la Biblia y la comunión con Dios que le dio el poder de conmover auditorios y convencerlos de pecado y de la necesidad del arrepentimiento. En todas las ocasiones dominaba a su propia persona y confiaba enteramente en el poder del Espíritu Santo para descubrir las cosas de Jesús a los oyentes."

Que el mismo grito de guerra sea siempre nuestro:

"No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu."

— "Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo."