“Por nada estéis afanosos” (Phi 4:6).
Hay muchas cosas por las que una persona puede inquietarse: la posibilidad de contraer un cáncer, problemas de corazón o un sinfín de otras enfermedades; los alimentos supuestamente contaminados, una muerte accidental, un golpe de estado, la guerra nuclear, la creciente inflación, un futuro incierto o el sombrío porvenir que aguarda a todos aquellos niños que crecen en un mundo como el nuestro. Las posibilidades son innumerables.
A pesar de esto, la Palabra de Dios nos dice: “por nada estéis afanosos”. El Señor desea que nuestra vida se vea libre de ansiedades. ¡Y por buenas razones!
El afán y la ansiedad son innecesarias. El Señor tiene cuidado de nosotros. Nos sostiene en las palmas de Sus manos. Nada puede sucedernos fuera de Su voluntad. No somos víctimas del azar ciego, los accidentes o el destino porque nuestras vidas están planeadas, ordenadas y dirigidas.
La ansiedad es infructuosa. No resuelve los problemas o impide que las crisis sobrevengan. Como alguien ha dicho: “La ansiedad nunca le quita al mañana sus penas, solamente nos despoja de la fuerza que necesitamos para vivir el presente”.
La ansiedad es dañina. Los médicos están de acuerdo en que muchas de las enfermedades de sus pacientes se deben a la inquietud, la tensión y los nervios. Las úlceras están a la cabeza de la lista de los males relacionados con la inquietud.
La ansiedad es pecado. “Pone en duda la sabiduría de Dios y nos incita a pensar que no sabe lo que hace. Nos hace desconfiar de Su amor, haciéndonos suponer que no le importamos. Nos hace recelar del poder de Dios, creando la sospecha de que no es capaz de superar y vencer las circunstancias que nos causan la ansiedad”.
Muy a menudo nos enorgullecemos de nuestras preocupaciones. En una ocasión, cuando un marido reprochaba a su esposa por su incesante preocupación, ella replicó: “Si no me preocupara como lo hago, tendríamos menos de lo que ahora ves que tenemos”. Nunca alcanzaremos a librarnos de la preocupación hasta que la confesemos como pecado y renunciemos a ella por completo. Entonces podremos decir con confianza:
Nada tengo que ver con el mañana,
Mi Salvador tendrá eso a su cuidado;
Si lo llena con apuros y tristeza,
Me ayudará a sufrirlo él a mi lado.
Nada tengo que ver con el mañana;
Sus cargas ¿por qué compartiré?
No puedo tomar prestadas su fuerza y su gracia;
¿Por qué prestadas sus preocupaciones tomaré?
William MacDonald
De día en día