La señorita, coléricamente, le reprochó lo que ella llamó presunción, y él insistió: “Señorita, no quiero ofenderla. Ruego que el Espíritu de Dios le convenza”.
Volvieron a sus casas. La señorita se acostó pero no pudo dormir. El rostro del predicador aparecía ante ella y sus palabras resonaban en su mente.
A las dos de la mañana, saltó de la cama, tomó papel y lápiz, y con lágrimas que corrían por sus mejillas, Carlota Elliot escribió su famoso poema:
Tal como soy de pecador,
sin más confianza que tu amor,
ya que me llamas, acudí;
Cordero de Dios, heme aquí.
Tal como soy, me limpiarás;
perdón, alivio me darás;
pues en tu sangre ya creí;
Cordero de Dios, heme aquí.